Colocar la mochila bajo los asientos, abrocharse los cinturones de seguridad y poner el teléfono en modo aeroplano. Así es como comienzan muchas vacaciones veraniegas. El aeroplano despega entre pasajeros que se han quedado dormidos al segundo de haberse sentado y otros que se sujetan fuertemente a los reposabrazos para aliviar los nervios y, tras unos minutos, todo semeja ir bien. La gente se levanta y los auxiliares de vuelo comienzan a vender todo género de comida y objetos para procurar que el viaje se haga menos largo. Hasta que el conduzco vuelve a encender la señal de los cinturones de seguridad y solicita que todos vuelvan a sus sitios pues el aeroplano está atravesando una turbulencia. Estos capítulos —que pese a poder resultar molestos, difícilmente representan un riesgo para la seguridad de los pasajeros— se han acentuado en las últimas décadas. ¿La causa? Una vez más, se trata del cambio climático.
“Lo estamos notando mucho desde que volvimos a volar después de la pandemia. En pleno verano es muy común tener turbulencias severas a partir de las tres de la tarde, cuando se registran las temperaturas más altas”, reconoce Rubén González, conduzco profesional e instructor de vuelo en el Aeroclub Barcelona Sabadell. Según un análisis de la Universidad de Reading en el Reino Unido, las turbulencias en aire claro, que se generan con una mayor frecuencia a gran altitud, podrían tresdoblarse a fines del siglo. Tras examinar el tráfico aéreo sobre el Atlántico Norte, una de las sendas más recorridas del planeta, el estudio prueba que la duración anual total de turbulencias severas —el tercer tipo más fuerte, en una escala cuyos grados son ligera, moderada, severa y extrema—, aumentó en un cincuenta y cinco% en lo últimos cuarenta años, pasando de diecisiete con siete horas en mil novecientos setenta y nueve a veinticuatro con siete en dos mil veinte.
La investigación sugiere que en el futuro próximo podría acrecentar el número de vuelos accidentados, lo que acarrea más lesiones de pasajeros y tripulación que, si no están sentados cuando el aeroplano se halla atrapado una turbulencia imprevisible y no llevan puesto el cinturón, se pueden pegar cara el techo. Esto no desea decir que los accidentes mortales —una extrañeza en el caso de los viajes en avión— vayan a acrecentar. “Los aviones están diseñados para soportar condiciones severas, los márgenes de seguridad son bastante amplios. Sigue siendo poco común que sufran daños estructurales a causa de las turbulencias”, asegura González, que lleva una década sobrevolando los cielos.
Sin embargo, el incremento de las turbulencias acarrea asimismo un costo económico para las compañías aéreas. “El aumento de las turbulencias le cuesta a la industria entre 150 y 500 millones de dólares [130 y 450 millones de euros] al año solo en Estados Unidos. Cada minuto que se pasa viajando a través de turbulencias aumenta el desgaste de la aeronave, así como el riesgo de lesiones para quien está en su interior”, alarma el estudioso Mark Prosser, científico atmosférico y coautor del estudio, que reconoce que las turbulencias se van a hacer siempre y en todo momento más usuales conforme las temperaturas del planeta prosigan incrementando.
Una consecuencia del aumento de las temperaturas
Para comprender el papel del cambio climático, es preciso primero explicar en qué momento y por qué se comprueban estos capítulos. La turbulencia es un movimiento inestable del aire provocado por cambios en la dirección y en la velocidad del viento, como pasa con las tormentas o los frentes meteorológicos fríos o cálidos. Sin embargo, las turbulencias no siempre y en todo momento están condicionadas por el mal tiempo, sino asimismo pueden generarse cuando el cielo se ve sosegado y sin nubes, como es el caso de las turbulencias en aire claro. “Son las que experimentan los aviones cuando están en fase de crucero en mitad del Atlántico. Son invisibles para el ojo humano, pero también escapan a los radares”, explica el meteorólogo aeronáutico Benito Fuentes.
Durante estos géneros de sendas, los pilotos aprovechan las corrientes en chorro —flujos de aire fuerte e intenso ubicados en la frontera que hay entre la troposfera y la estratosfera— para viajar más de manera rápida y reducir el consumo de carburante. Esto deja, por poner un ejemplo, que los vuelos trasoceánicos sean más cortos al volar de América a Europa. Sin embargo, es justamente en la cercanía de estas corrientes cuando se genera un fuerte cambio en la dirección del viento, que pasa de fluir en vertical a hacerlo en horizontal, y esto causa que se experimenten las turbulencias.
c “La atmósfera funciona como una olla llena de agua. Si no tienes prisa y la pones a calentar despacio, se calentará sin crear ningún problema. Pero si la pones a máxima potencia, empieza a burbujear y a saltar fuera. Como la olla, la atmósfera también se calienta desde abajo, y a mayores temperaturas, mayores serán los cambios en las corrientes y las probabilidades de sufrir una turbulencia”, especifica César Mösso, maestro de ingeniería ambiental de la Universidad Politécnica de Cataluña.
Temblores y vuelos más agitados no son las únicas desventajas derivadas por el cambio climático en el momento de volar. Las elevadas temperaturas asimismo pueden influir sobre las dos fases más frágiles en todos y cada vuelo: el despegue y el aterrizaje. Cuanto más calor hace, menor es la densidad del aire, y cuando el aire es menos espeso, los aeroplanos precisan más tiempo para despegar. Dicho de otra manera, quiere decir que precisan una pista más larga —y no todos y cada uno de los aeropuertos cumplen con estos requisitos— y mayor carburante, lo que a su vez implica mayor polución.
El inconveniente no semeja tener una solución por el momento. Los vuelos comerciales, que son responsables de buena parte de las emisiones de CO₂ se han vuelto más peligrosos a raíz del calentamiento global. Pero, para poder continuar cumpliendo con la demanda, deberían acrecentar su huella contaminante para hacer en frente de las dificultades derivadas por el aumento de las temperaturas, sobre todo a lo largo del verano. “Si en el futuro las turbulencias se vuelven demasiado accidentadas, los aviones podrían volar más lejos de la corriente en chorro, pero esto aumentaría el tiempo de viaje, el uso de combustible y las emisiones que calientan el clima. Básicamente, es la pescadilla que se muerde la cola”, concluye Prosser.
Santander (España), 1985. Después de obtener su licenciatura en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, decidió enfocarse en el cine y se matriculó en un programa de posgrado en crítica cinematográfica.
Sin, embargo, su pasión por las criptomonedas le llevó a dedicarse al mundo de las finanzas. Le encanta ver películas en su tiempo libre y es un gran admirador del cine clásico. En cuanto a sus gustos personales, es un gran fanático del fútbol y es seguidor del Real Madrid. Además, ha sido voluntario en varias organizaciones benéficas que trabajan con niños.