Emma Lembke tenía doce años cuando sus progenitores, por último, le dejaron instalarse su primera red social, Instagram, en el móvil. “Se me abrió el mundo”, cuenta la joven, ahora de veinte años y estudiante de segundo curso en la Universidad de Washington en St Louis. De haberse sentido excluida cuando sus amigas interrumpían las conversaciones para ponerse a mirar sus teléfonos, pasaba a tener —pensó— el planeta al alcance de un click. Desde su hogar en Alabama (Estados Unidos) “de repente podía tener acceso a todo, a gente de todas partes, aprender cosas nuevas”.

De Instagram pasó a otras aplicaciones y plataformas, como Snapchat, un servicio de correo muy popular entre los adolescentes. En poco tiempo, “en lugar de estar jugando a policías y ladrones” dedicaba 5 o 6 horas al día a “ir pasando, sin pensar, el dedo sobre la pantalla” para poder ver las más recientes novedades, cuántos “me gusta” amontonaban sus fotografías y mensajes, cuántos los de sus amigos, qué había dicho quién y qué le habían respondido, al lado de imágenes de gente imposiblemente preciosa y feliz.

“Me comparaba todo el tiempo con la gente que veía”, explica Lembke en charla telefónica. “Iba mirando y mirando las redes, y cada vez me sentía peor, todo el tiempo me valoraba por los likes que recibía, los comentarios que me ponían mis amigos, los seguidores que acumulaba”. Su ansiedad social se disparó. Sus tendencias depresivas se extremaron. Su autoestima se cayó.

Esas imágenes de cuerpos perfectos con las que se equiparaba la llevaron por el camino de los desórdenes alimenticios. Los algoritmos de las diferentes aplicaciones le mandaban contenido que fortalecía sus inseguridades y bendecía su comportamiento malsano. “Las redes sociales me quitaron calidad de vida”, resume.

Hasta que un día, a los 15 años, afirmó basta: “Me sonó una alerta en el móvil y mi reacción instantánea fue tirarme a por el teléfono a mirar. Y ahí me llegó el momento de ruptura. Me pregunté ¿por qué estoy permitiendo que estas aplicaciones tengan tanto poder sobre mí?”

Lo que vivió Lembke aquellos años, su dependencia de las redes sociales y el impacto en su salud mental, no es, ni muchísimo menos, una experiencia apartada. Cada vez más adolescentes en Estados Unidos padecen algún género de problema médico mental, una tendencia que había empezado a advertirse antes de la pandemia. Y son cada vez más los estudios, y los profesionales, que alertan de una relación directa entre esta crisis y el tiempo que se pasa en las redes sociales.

Emma Lembke habla ante el Senado de EE UU en febrero de 2023.
Emma Lembke habla frente al Senado de EE UU en el mes de febrero de dos mil veintitres.Mariam Zuhaib (AP)

Las cifras impresionan. Un cuarenta% de los estudiantes de secundaria aseguran haberse sentido tan bajos de ánimo que la tristeza les impidió desarrollar sus actividades normales de estudio o deporte a lo largo de por lo menos un par de semanas, conforme la última edición del estudio bienal Encuesta de Comportamiento de Riesgo entre los Jóvenes, elaborado por los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades. La tendencia es mayor entre las niñas: un cincuenta y siete%, o prácticamente 3 de cada 5, declara sentirse “triste o desesperanzada de manera persistente”, la cantidad más alta en una década. Un treinta% de ellas reconoce haber pensado en el suicidio, un porcentaje que ha crecido en un sesenta% en los últimos diez años.

“Me pregunté ¿por qué estoy permitiendo que estas aplicaciones tengan tanto poder sobre mí?”

Emma Lembke, Log Off

Los sicólogos charlan asimismo de un incremento de los casos de trastornos alimenticios, o de adolescentes que padecen ansiedad. De una escalada en el número de menores que llegan a Urgencias tras haberse hecho daño de manera deliberada. En cualquier asamblea de progenitores con hijos adolescentes es habitual que haya alguien que conozca en su ambiente por lo menos un caso de problemas médicos mental.

“Cada indicador de salud mental y bienestar psicológico se ha ido haciendo más negativo entre los adolescentes y los jóvenes adultos desde 2012″, describe en su libro Generations la doctora Jean Twenge, catedrática de Psicología de la Universidad Estatal de San Diego. Twenge fue pionera en campo de las investigaciones científicas que alertan sobre los peligros de la hiperconectividad para los más jóvenes: “La tendencia es chocante por su consistencia, tamaño y amplitud”.

Que las cantidades medren desde aquel año no es casualidad, conforme la experta: en torno a esa data reventó la popularidad de los móviles inteligentes y plataformas como Facebook implantaron el botón de “me gusta” en los mensajes. “El modo en que los adolescentes pasan el tiempo fuera de la escuela cambió de manera fundamental en 2012″, cuenta en su libro. Se ha reducido progresivamente el tiempo que dedican a estar con sus amigos, o a las actividades físicas, para pasarlo interactuando a través de las pantallas. O incluso a dormir, una actividad fundamental para el bienestar.

Una década de crecimiento exponencial

En 2009, apenas la mitad de los adultos de Estados Unidos utilizaba teléfonos inteligentes. En 2012, la mitad de los adolescentes ya estaba en redes sociales. Hoy día, el 95% de los adolescentes emplea alguna de estas plataformas digitales. Y una tercera parte de muchachos entre los trece y los diecisiete años reconoce consumirlas de modo constante. En 2021, un adolescente medio pasó 8,4 horas al día delante de una pantalla, frente a las 6,4 horas de 2015, según la ONG Common Sense Media.

Los datos que Twenge ofrece en su libro son tajantes. Entre 2011 y 2021 se dobló la cifra de adolescentes y jóvenes adultos que padecían depresión. Y en ese último año, aproximadamente un 30% de chicas adolescentes y un 12% de muchachos sufrían de depresión clínica. No se trata únicamente de síntomas, también se muestra en los hechos: “En 2019, el número de adolescentes que pusieron fin a sus vidas fue dos veces mayor que hace solo doce años”.

“Los riesgos y beneficios dependen mucho del contenido que ven los adolescentes, el momento o el contexto en que lo usan, y factores individuales de riesgo”

Sarah Domoff, Universidad Central de Michigan

Además, para los más jóvenes es recomendable que sus progenitores inspeccionen los contenidos que ven sus hijos y charlen sobre ellos con los pequeños. “Igual que se pide a los jóvenes que aprendan antes de darles un permiso de conducir, nuestros jóvenes también necesitan formarse en el uso saludable y seguro de las redes sociales”, asevera la presidente de APA, Thelma Bryant.

No todos y cada uno de los menores se ven perjudicados por su uso de las pantallas. Entran en juego factores como el ritmo de madurez, diferente para cada pequeño. “Los riesgos y beneficios dependen mucho del contenido que ven los adolescentes, el momento o el contexto en que lo usan, y factores individuales de riesgo”, apunta Sarah Domoff, maestra asociada del departamento de Psicología de la Universidad Central de Michigan.

En cuanto al contenido, los “mensajes que muestran cuerpos idealizados o no realistas pueden aumentar la preocupación sobre la imagen corporal; los adolescentes también se pueden ver en riesgo de desarrollar comportamientos alimentarios poco saludables cuando ven mensajes que promueven una alimentación desordenada. Lo mismo se puede decir del contenido que promueve las autolesiones”, explica Domoff en un mail.

Otro factor perjudicial es el tiempo que un adolescente pasa en las redes. Si prosigue en ellas cuando debería dormir, la cantidad y la calidad de su sueño pueden verse reducidas. “Un sueño insuficiente puede ser un factor en varios aspectos de la salud adolescente, incluida la regulación del estado de ánimo y la irritabilidad”, explica esta doctora. En determinados casos, ciertos jóvenes pueden desarrollar una dependencia tal de las redes que termina afectando a su comportamiento diario, su desempeño en la escuela y su relación con familia y amigos.

Las chicas, más perjudicadas

Las chicas, como sucedió con Emma Lembke, se ven más afectadas por el impacto de las plataformas sociales. “Pasan más tiempo en ellas, y las redes están más fuertemente vinculadas a la infelicidad y la depresión que otras formas de medios digitales”, escribe Twenge. En Estados Unidos, un veintidos% de las estudiantes del equivalente a 4º de la ESO en España, en torno a los quince años, pasan 7 horas o más al día mirando sus mensajes, conforme sus datos.

Un cuarenta y cinco% de las adolescentes que consultan medios digitales aceptan sentirse apabulladas por el dramatismo en sus redes, frente al treinta y dos% de los chicos, conforme una encuesta del Pew Center. Ellas asimismo tienen más probabilidades de tener la sensación de que sus amigos no las incluyen en actividades (un treinta y siete%, frente al veinticuatro% de ellos) o de sentirse peor sobre su vida (veintiocho%, por un dieciocho% entre los varones).

El último especialista en lanzar la alarma ha sido el cirujano general (la máxima autoridad médica de Estados Unidos), Vivek Murthy, que en el mes de mayo publicaba una advertencia de diecinueve páginas. Aunque no está absolutamente claro el alcance del riesgo, resaltaba que “hay amplios indicadores de que las redes sociales también acarrean un profundo riesgo de daño a la salud mental y bienestar de niños y adolescentes”. Murthy sugiere a los progenitores de adolescentes trazar un plan que establezca límites y reglas al uso de las plataformas y que resguarde los datos personales.

Ante las críticas, las compañías tecnológicas responden que han instalado mecanismos de control en sus aplicaciones que los progenitores pueden usar para inspeccionar el uso que hacen sus hijos. Pero organizaciones como Common Sense Media denuncian que habitualmente estos controles son poco efectivos y que las compañías sostienen algoritmos que pueden mandar contenido perjudicial a los más jóvenes, recogen datos sobre ellos y les mandan anuncios adaptados e incluyen en sus redes mecanismos que crean adicción, como los botones de “me gusta”.

“Los niños no son experimentos de laboratorio, y los mecanismos adictivos de las redes sociales seguirán afectando el bienestar de los jóvenes si no actuamos”

James Steyer, Common Sense Media

“Si no podemos presentar con confianza pruebas que digan que las redes sociales son seguras para los niños, ¿por qué se permite a las tecnológicas dirigirse a ellas con sus productos? Los niños no son experimentos de laboratorio, y los mecanismos adictivos de las redes sociales seguirán afectando el bienestar de los jóvenes si no actuamos”, denunciaba en un comunicado el creador de esta ONG, James Steyer, tras la advertencia de Murthy.

Las voces a fin de que se regule el campo arrecian. En marzo, el Comité Judicial del Senado festejaba una audiencia sobre los peligros de las redes sociales para los más jóvenes. En estados como California, Colorado o Texas, los legisladores locales han propuesto medidas para penalizar el contenido perjudicial o uso del algoritmo para crear adicción. Montana es el primer estado que ha prohibido TikTok en su territorio.

Una de estas voces es, exactamente, la de Emma Lembke. Tras su experiencia con las redes, a sus diecisiete años creó la ONG Log Off, con la que busca, por una parte, mentalizar a los adolescentes para emplear las redes sociales con conocimiento de causa y los pies en el suelo. Por otro, presionar a los legisladores a fin de que regulen el campo, mas teniendo presente las voces de los adolescentes, nativos del planeta digital, al que hallan abundantes beneficios y del que han conocido los peligros. “No se pueden aprobar leyes sin la opinión de los afectados, de aquellos a quienes van a proteger”, explica la estudiante. Ella misma fue uno de los testigos en la audiencia del Comité Judicial.

¿De qué manera habrían de ser, bajo su punto de vista, las redes sociales? “Socialmente útiles”, opina, “que los jóvenes del mundo no tengan que contar los ‘me gusta’, el número de comentarios o de seguidores. Que se puedan conectar con otra gente de manera productiva”. Además, habrían de ser transparentes: “Abrir el algoritmo a investigadores académicos y reguladores, para que puedan ver las áreas de mejora. Ahora mismo no entendemos muy bien cómo funcionan porque no tenemos la información”. Y un último requisito: que las compañías consulten con sus usuarios: “Así entenderán mejor cómo sus clientes pueden beneficiarse y al revés, cuándo están siendo perjudicados”.