La ciencia ha transformado la realidad en la que vivimos, no obstante, cuando uno medita sobre ella, la ciencia es prácticamente imposible de delimitar. Por lo general, los científicos prestan atención a aspectos de la realidad, que se pueden medir (si bien no siempre y en todo momento) y a procurar crear relaciones aproximadamente lógicas entre esos aspectos, que nos dejen predecir algún acontecimiento que nos semeja interesante o útil, por poner un ejemplo, la data precisa de un eclipse, la predicción del tiempo que va a hacer mañana, o la eficacia de un medicamento. Hay muchos arquetipos de científicos: físicos-teóricos, bioquímicos, geólogos, neurocientíficos… Cada uno estudia o alumbra determinados aspectos de la realidad utilizando técnicas y paradigmas diferentes. Para mí la única definición posible, de momento, es “ciencia es lo que hacen los científicos”.

Los físicos, por poner un ejemplo, utilizamos intuición, matemáticas, computación, ensayos, etc. en un proceso donde los descubrimientos brotan de una mezcla de conocimiento anterior, cooperación, competición, casualidades, fuerza salvaje y hasta en ciertos casos cabezonería en no desamparar una idea que todos dan por inútil en tu entrecierro. Desde entonces, la ciencia no prosigue fielmente el llamado procedimiento científico, que idealiza nuestra desorganizada actividad como un proceso algorítmico, donde se elaboran modelos basados en hipótesis que más tarde se validan, o falsifican, equiparando con datos reales.

El descubrimiento brota de una forma anárquica, las hipótesis se abandonan, se alteran sobre la marcha, la idea brota de los sitios inopinados, sobre todo como premio al trabajo duro y la constancia. De hecho, esas narrativas del proceso científico, como algo ordenado, asimismo favorecen la explotación de los que realizan la parte más dura de la ciencia, las horas inacabables en el laboratorio de estudiantes de doctorado, becarios y postdocs en condiciones de trabajo precarias. La dificultad y la dureza de la tarea se tapa con narrativas intelectuales y racionales sobre el procedimiento científico.

Decidir si algo es ciencia respetable es un proceso aún más complejo, un diálogo entre científicos, sociedad, política e historia que decide si algo merece reconocerse como ciencia o no. La ciencia es conservadora, y plantear nuevas ideas que se salgan del estrecho marco de lo aceptado es generalmente una batalla durísima: la gaceta científica Nature ha publicado últimamente una investigación que nos confirma que, hoy en día, es más bastante difícil que jamás ser un científico disruptor. Si deseas que te vaya bien como científico, sé hombre, de clase media y, sobre todo, déjate llevar por la corriente de lo que hacen la mayor parte de los científicos de tu campo.

Lo que sí se puede decir sobre la ciencia es que ubicamos a la razón, a la lógica, en el centro de su actividad. Hacer ciencia es una forma establecida de consultar hasta qué punto la lógica describe la realidad. Dos ejemplos fundamentales son los conocidos teoremas de incompletitud, sobre las restricciones de la lógica en aritmética (probados por Kurt Gödel en mil novecientos treinta y uno) y la conocida máquina de Turing (mil novecientos treinta y seis), que ayuda a los científicos a comprender los límites del cálculo algorítmico, y que favoreció la llegada de los ordenadores digitales.

Fue exactamente la llegada de los computadores digitales, a mediados del siglo veinte, lo que nos dejó estudiar y aplicar la lógica de una forma más objetiva, para comprender su capacidad de descifrar aspectos de la realidad e inclusive procurar alterarla de una forma automatizada, utilizando máquinas. No es sorprendente, por ende, que los descubrimientos científicos hayan sido un tema esencial en la investigación sobre inteligencia artificial, ya desde los años mil novecientos sesenta. Con el enorme desarrollo de la IA en la última década, esta idea comienza a ganar tracción.

Hace unas semanas, en el Departamento de Física de Oxford nos visitó Hiroaki Kitano, vanguardista de la robótica, que hoy día es el CTO (máximo responsable del departamento tecnológico) de Sony, para darnos un seminario sobre su plan de crear un robot capaz de ganar un premio Nobel, lo que llama el Nobel Turing Challenge. Su tesis primordial es que, si uno consigue mecanizar el trabajo manual y repetitivo del laboratorio, un robot científico podría probar todas y cada una de las hipótesis imaginables e ir desechando las incorrectas. Kitano plantea que estos robots suprimirían la necesidad de la intuición y de la serendipia en la investigación. Los robots de Kitano ejecutarían un procedimiento científico basado en la fuerza salvaje, capaz de ir probando todas y cada una de las posibilidades que pueda producir un sistema de IA.

Es una proposición filosófica interesante, que implica que esas hipótesis se pueden explorar en tiempo finito y tal vez infravalora lo exageradamente resistente al progreso que son la mayor parte de las comunidades científicas. Probablemente por esto último, es una cosa que se probará, no solo en Japón. El pasado 1 de noviembre, la DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa), del Departamento de Defensa de EE UU, hizo público su nuevo programa Modelos esenciales para el descubrimiento científico, que tiene como propósito explorar, desarrollar y probar un agente de IA como un científico autónomo. Entramos en la era del científico-robot.

Mientras escuchaba la conferencia de Kitano se me venía continuamente a la cabeza El elogio de la sombra, un ensayo que Junichiro Tanizaki escribió en mil novecientos treinta y tres. En el muy, muy brillante texto, Tanizaki reflexiona sobre estética en una temporada en la que Japón ya se había transformado en un país moderno, industrializado, e alumbrado por la luz eléctrica. Tanizaki delibera sobre de qué manera los occidentales procuran alumbrar todos y cada uno de los aspectos de la realidad con la luz del progreso “hasta acabar con el menor resquicio, el último refugio de la sombra” y observa como los nipones asimismo comenzaban a olvidarse de “la magia de la sombra”.

Tanizaki nos invita a meditar si tiene sentido, procurar alumbrarlo todo y abandonar así a “desvelar el universo ambiguo donde sombra y luz se confunden”. Yo creo, que al encararnos a la IA, nos ubicamos en una situación equivalente a la de Tanizaki; con luz eléctrica o sin ella, con robots o sin ellos, la profunda relación de los humanos con la realidad no se fundamenta solo en alumbrar objetos con la razón, sino más bien asimismo en adentrarnos en la obscuridad enigmática, que en su inmensidad nos ofrece infinitas posibilidades para proseguir encontrando los tesoros racionales que se ocultan en la sombra. Parece que pronto vamos a poder ir a buscar esos tesoros acompañados por científico-robots.

Sonia Contera es Catedrática de Física de la Universidad de Oxford y autora de “Nanotecnología viva” (Arpa Editores, dos mil veintitres).

_

Adrian Cano

Santander (España), 1985. Después de obtener su licenciatura en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, decidió enfocarse en el cine y se matriculó en un programa de posgrado en crítica cinematográfica. Sin, embargo, su pasión por las criptomonedas le llevó a dedicarse al mundo de las finanzas. Le encanta ver películas en su tiempo libre y es un gran admirador del cine clásico. En cuanto a sus gustos personales,  es un gran fanático del fútbol y es seguidor del Real Madrid. Además, ha sido voluntario en varias organizaciones benéficas que trabajan con niños.