Su regreso a los fogones es muy deseado. Después de incorporarse a Picones de María a fines de dos mil diecinueve, elevarlo a una categoría superior con una de las listas de espera más voluminosas de Madrid y abandonarlo de forma inopinada en dos mil veintiuno, el chef Jorge Muñoz, de treinta y tres años, tiene nuevo restaurant. Se llama OSA y se halla en una casa de dos pisos de la madrileña colonia del Manzanares, con vistas al río y fuera del circuito gastronómico de la urbe. La elección de la localización afirma mucho de las pretensiones de Muñoz, que forma tándem en esta aventura con la chef Sara Peral, de treinta y uno años.

“Esto no es Picones veinte. Es nuestro restaurant. Hace un par de años y medio que Sara y nos conocemos y en este tiempo hemos estado trabajando en este proyecto”, advierte el chef, que habla de una nueva forma de comprender la cocina en Madrid. “Queremos que los clientes del servicio sientan nuestra casa”, afirma Peral, que ha pasado por grandes restaurants, como Mugaritz, DiverXO, Pedregú y Brasserie Lafayette. Todavía están en rodaje, tienen previsto abrir oficialmente en el mes de abril. De instante, sirven comidas a su círculo de conocidos y dentro de poco van a abrir las reservas a nuevos clientes del servicio. Quieren estar seguros. Saben que su cocina no dejará indiferente a absolutamente nadie. Apuestan fuerte, tienen claro que lo que desean es asombrar al comensal y lo más esencial, que repita.

La casa, de unos 200 metros cuadrados, ha sido concebida por el estudio de arquitectura de Jesús Colao y Ursula Schneider. El espacio es un dispendio de materiales nobles y cuidados detalles, que van desde la pieza de mármol veteada en verde y negro que encabeza la barra de la cocina y cubre las paredes de los aseos, al tablero de herramientas —espumaderas, coladores, tijeras, ralladores, espátulas, pinceles, cazos o batidoras— que cuelga en la pared en homenaje a Julia Child, la conocida chef, escritora y comunicadora de TV estadounidense. A esto se aúnan las candelas con olor a higuera que dan calidez a la zona de los lavatorios, el repertorio de copas expuestas en una muy elegante estantería o los estantes donde descansan cientos de botellas de vino, cuya carta ocupa ciento treinta páginas de referencias escogidas por Fernando Cuenllas, de la tienda de supermercado, con barra de vinos y restaurant, fundada en mil novecientos treinta y nueve en la calle Ferraz de Madrid.

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Nada más traspasar la muy elegante puerta pintada en un verde inglés, con el nombre del restaurant en dorado, hay una pequeña terraza que adelanta que la experiencia va a ser diferente. Llega el fragancia de la encina de la parrilla. Dependiendo del género, emplean un determinado género de leña: para carnes, encina, roble y haya; en pescados, limonero y naranjo, que aportan aromas frutales; y para otro género de ingredientes emplean virutillas de peral o de cerezo.

Una escalera exterior de hierro en forma de caracol lleva hasta la planta superior: una zona privada que el usuario puede gozar y que cobija un pequeño salón con una chimenea y una cámara de maduración, donde descansan embutidos, paletillas de cerdo salvaje y cabezas de cerdo. También se halla ahí la bodega, donde desean que se tome uno de los primeros pases del menú, un repertorio de fiambres, como porchetta de cerdo rellena de yerbas, capón relleno de ave y cabeza de cerdo. “Hemos querido recobrar las galantinas y crear una línea propia de embutidos”, comenta Peral. Será una de sus señales de identificación. En eso están, “forjando la identidad de la casa, formando familia y equipo”, explica Muñoz. El conjunto de trabajo lo forman trece personas. “Unos locos que venimos de grandes proyectos para dar de comer, de tomar y para hacer gozar al comensal”, asegura el chef, arropado por la sommelier, Silvia Machado, y la jefe de sala, Eva Angoloti.

En la planta baja se cuece todo: la cocina tiene un espacio desprendido, el doble que la sala, que cuenta con 6 mesas, con capacidad para veintidos comensales, a las que se agregan las plazas de la terraza, donde tienen pretensión de servir una carta más informal. La oferta gastronómica se compondrá de un menú del día, huyendo del término de menú degustación. “Es una propuesta que cambiará continuamente. Queremos jugar con las estaciones, tal y como si fuera un teatro. Habrá 5, funciones, pues el invierno lo dividimos en dos etapas, en una van a tener cabida las setas y en la otra, la caza. Después va a llegar la primavera, el verano y el otoño, y va a depender de lo que tengamos día tras día para cocinar”, explican los dos responsables de cocina. El menú constará de dieciseis pases y va a tener un coste de ciento ochenta euros, con la experiencia completa (pan, agua y café), excepto los vinos. “Hasta ahora, hemos hecho lo que deseábamos y ahora, deseamos hacer lo que nos afirme el cliente”, afirma Muñoz. Y en esa busca por cumplir sueños no han escatimado en recursos ni tiempo. Llevan un par de años concretando el proyecto y buscando distribuidores, y ya cuentan con más de cien suministradores de producto para realizar el menú actual.

En mesa, el festín cambiará día tras día. Llevan tiempo estudiando con productos como la trucha, el salmonete, la anguila salvaje, la lengua de wagyu, las codornices o el pato azulón, para aprovecharlos al límite con técnicas y resultados sorprendentes. La trucha ahumada, procedente del aragonés río Vero, la sirven con sus huevas aderezadas, mantequilla y pan de centeno y el salmonete curado con amazake —una bebida nipona que se realiza fermentando arroz con koji—, envuelto en una tempura de vodka y acompañado en una mahonesa de yerbas. Las anguilas proceden de Foz (Portugal), las ofrecen abiertas a la mitad, maduradas, a la parrilla y sin cocción anterior, para procurarle el punto crepitante, con una salsa hecha con una reducción de las espinas.

La lengua de wagyu se sirve en 3 mordiscos elaborados de diferente forma en dependencia de la zona: la más cercana a las amígdalas al vapor y la punta y la parte más magra a la parrilla. El pato azulón se presenta en una pata deshuesada a baja temperatura, bañada en besamel con una trufa del Montseny. Su muslo ha tenido un par de semanas de maduración, para llegar a la mesa poco hecho, y con una salsa de hortalizas. La codorniz asimismo pasa diez días colgada en la cámara de maduración ya antes de servirse en un mordisco envuelto en una hoja de vid y una salsa bilbaína. El cerdo salvaje es otro de los productos en los que ha puesto la mirada Muñoz estos años. Lo prepara en forma de sando (emparedado al estilo nipón) y de costilla marinada, ahumada y cocinada a baja temperatura, que se acompaña de una ensalada de brotes.

Entre otros platos, se hallan el rillete de conejo de Morata de Tajuña (Madrid) con mostaza, crema de ajo y encurtidos, el salsifí bañado en una mantequilla de cabra gaditana, en una suerte de carbonase, o los excelentes pimientos asados con pilpil de piel de bacalao. Los postres tienen enjundia, como el de hielo de naranja sanguina, mermelada y gajos frescos del cítrico. O el pastel dedicado a Madrid, con un praliné de almendras garrapiñadas.

El cuidado de los detalles llega hasta el café, con una pluralidad de El Salvador, que provee Nomad, y al pan de trigo que provee Clan Obrador. “Huimos de tendencias y de tendencias, proseguimos nuestras reglas”, asegura Muñoz, que aclara el significado de OSA. Buscaban un nombre femenino y lo hallaron en un Decreto de Montería de mil trescientos ochenta y cuatro, que afirmaba que Madrid es tierra de puercos y de osas. Tanto es así que Alfonso XI puso a la osa en el escudo de la urbe. “OSA es salvaje, es madre y es hogar. Conceptos que conviven aquí”.

OSA

Dirección: Ribera de Manzanares, ciento veintitres. Madrid.
Teléfono: seiscientos setenta ochocientos treinta y cinco quinientos siete.
Web (en construcción): www.osarestaurante.com

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