El Gobierno que salga de las urnas, cualquiera que sea, se encarará a un ambiente exterior que, aparte de condicionar su acción, se identifica por fuertes contradicciones. Una de las más patentes atañe al espacio de política fiscal. Por una parte, Bruselas insta a los países miembros a regresar a la disciplina presupuestaria. Incluso incorporando la propuesta de flexibilización de los objetivos, adaptándolos a la situación de cada país, un esmero de contención semeja inevitable para las economías más endeudadas como la nuestra. Simultáneamente, Bruselas muestra su preocupación por los efectos del cambio climático y aboga por un esmero gigante de inversión que ronda el dos% del PIB europeo hasta dos mil treinta.
Estos objetivos pueden coincidir en el largo plazo: la descarbonización asistiría a relajar la presión sobre los costos energéticos y de ciertos comestibles que comienzan a escasear a consecuencia de la sequía, y, por consiguiente, produciría actividad y recursos públicos precisos para reducir el déficit. Pero, en la práctica, la transición cara ese largo plazo plantea problemas complejos en el presente marco de gobernanza europea. Según un informe muy comentado de Pisani-Ferry sobre transición verde, se puede a la vez reducir el desequilibrio fiscal e acrecentar la inversión verde, mas esto demandaría medidas drásticas de recorte de otros gastos o una elevación de impuestos sobre la clase media, bastante difíciles de aceptar en nuestras democracias.
También se podría postergar la meta de reducción del déficit, a cargo de que los mercados deseen adquirir la deuda emitida por cada país, aparte de la que vaya amortizando el BCE en el marco de su política de drenaje de liquidez. En todo caso, esta es una eventualidad muy poco probable políticamente. Otra opción sería la dilución de los objetivos de descarbonización, exacerbando el agobio climático y dejando en herencia el grueso del esmero a las futuras generaciones.
La congruencia, no obstante, podría venir de una extensión del programa Next Generation orientada a la inversión verde y financiada con recursos mancomunados. Esta opción, que semeja ser la vía preferida por el comisario Paolo Gentiloni, calmaría el problema fiscal-ecológico, si bien sin resolverlo completamente, ya que la deuda mancomunada recae de manera indirecta en los Estados miembros. Pero, sobre todo, el informe Pisani-Ferry pone de manifiesto las condiciones mínimas de eficiencia de tal programa europeo: la inversión pública debe ir a la par de una mayor previsibilidad jurídica, como de un alineamiento de los incentivos a la inversión privada en tecnología que sirva los objetivos medioambientales. También es conveniente que esa política se formule a nivel del conjunto de la Unión, en vez de consistir en una pura acumulación de proyectos nacionales —defecto que adolece el Next Generation—. Por tanto, aparte de ponerse conforme en el buen diseño de la estrategia, los países miembros deberían admitir el traspaso a Bruselas de parte de su soberanía económica y fiscal.
Ese paso cara una mayor integración se encara a renuencias muy conocidas dentro de Europa, mas las diferencias entre el núcleo “frugal” y la periferia “dispendiosa” se han desvanecido. La Europa meridional ya no se percibe necesariamente como un lastre, ni desde la perspectiva del desarrollo económico ni de la disciplina presupuestaria: conforme los datos relativos al primer trimestre difundidos esta semana por Eurostat, Portugal lanza un superávit y el déficit de España desciende hasta situarse bajo la media europea o, aun, de la propia Alemania. En nuestro caso, queda mucho camino por recorrer para consolidar el resultado, con una deuda que pesa aún el ciento doce% del PIB, una de las más elevadas de la UE. Pero las tornas podrían estar mudando. Eso, así como la emergencia de la transición energética, deja enfocar la reforma de las reglas fiscales europeas de forma diferente. Esta es, por consiguiente, una ocasión, aparte de una responsabilidad que condicionará nuestra estrategia económica.
Déficit
Según los últimos datos publicados por Eurostat, las cuentas de las administraciones lanzaron un déficit equivalente al uno con nueve% del PIB en el primer trimestre (con datos desestacionalizados), frente al tres con dos% del conjunto de la eurozona. Este resultado podría proceder en una parte del tirón del desarrollo de España en el comienzo del año, y por consiguiente es conveniente aguardar para determinar si se trata de una mejora estructural. El gasto público representó el cuarenta y cinco con dos% del PIB (cuatro con dos puntos porcentuales bajo la media europea). Los ingresos, por su lado, alcanzaron el 43,2% del PIB (3 puntos menos).