Tras haber estado injuriada, la política industrial está operando su gran retorno en la agenda pública. El reto es enorme para Europa, cuya estrategia se ha basado en el multilateralismo y la libre competencia en el mercado único. Un mantra que ha comenzado a agrietarse con la relajación de la normativa europea de ayudas públicas. En dos mil veintidos, el Gobierno alemán aprovechó esa ventana de ocasión para dedicar nada menos que ciento sesenta y tres mil millones de euros a subvenciones y trasferencias de capital —en una buena parte a su aparato industrial—, más del doble que ya antes de la pandemia, y 4 veces más que España.
El giro responde en parte a la naturaleza disruptiva de las transformaciones tecnológicas que atraviesan el tejido productivo, particularmente en los comienzos de la inteligencia artificial. La emergencia de la lucha contra el cambio climático es otra esencial consideración. Sin embargo, el factor clave es geopolítico: la política industrial es la columna vertebral de la pelea por el liderazgo tecnológico de las primordiales potencias mundiales.
Por fortuna España dispone de los fondos Next Generation para encarar estos desafíos —unos recursos que conforman los primordiales ejes de su política industrial—. Sin embargo, la experiencia pasada muestra que el éxito no está asegurado. Depende, primeramente, de la integración del punto de inicio. Nuestra industria representa algo más del trece% de la economía, siendo el nuestro el único de los grandes países que ha logrado elevar ese porcentaje con relación a la situación anterior a la pandemia. Pese a ello, la industria tiene un peso menor que en Alemania (veinte con siete%) e Italia (dieciseis con tres%). Conviene, por consiguiente, concentrar los sacrificios en los ámbitos donde nuestro tejido presenta una ventaja comparativa.
Estos ámbitos no son nada simple de identificar —y esa es otra lección de la historia económica—, sobre todo teniendo presente la velocidad de las transformaciones y, por consiguiente, la complejidad inherente en el momento de advertir desde el Estado los proyectos con más potencial. De ahí la relevancia de inspirarse de las innovaciones que van brotando por las propias fuerzas del mercado en los campos prioritarios para la política industrial, esto es las transiciones digital y verde. Concretamente, parte de los ochenta y cuatro millones pedidos a la UE como una parte del plan de restauración podría desplegarse en función de las señales que aporta la financiación privada, para así ejercer de palanca y atraer nuevas inversiones en ámbitos prioritarios. Este es un instrumento que asimismo se identifica por su agilidad, ya que el proceso de selección viene determinado por el interés de los inversores. Otro factor vital es la complementariedad con los grandes centros universitarios, como lo patentiza la industria farmacéutica de España. La aportación de fondos europeos podría por consiguiente estar condicionada a la formulación de proyectos conjuntos entre la industria y la investigación —algo que, por otro lado, actuaría como acicate para la atracción de talento investigador—.
Las subvenciones directas, aun en un proceso de licitación competitiva, tienen el inconveniente de la lentitud de los procedimientos. Y se exponen al peligro de competencia espuria entre países miembros en su esmero de atraer inversiones en ámbitos clave. Este es el caso de los microchips, con una espiral de ayudas que podría ser perjudicial tanto para las arcas públicas para la eficacia de conjunto: al final, podría “ganar” la localización que más subvenciones ofrece y no necesariamente la mejor posicionada de cara al interés general.
Todo ello patentiza la relevancia de la buena articulación entre los instrumentos de política industrial y las reglas fiscales y de competencia europeas. Unas reglas, en vigor hasta la pandemia, que se elaboraron en el instante de mayor esplendor de la globalización y de la supremacía del mercado como impulsor del desarrollo. En la presente era geopolítica, no obstante, la política macroeconómica es ya inseparable de la estrategia industrial.
Comercio exterior
Se sostiene la buena ráfaga del comercio exterior. En el periodo que va de enero a mayo, la balanza comercial (diferencia entre exportaciones e importaciones de recursos) redujo su déficit hasta catorce y ochocientos millones, prácticamente la mitad que un año ya antes. El déficit se explica sobre todo por las compras de productos energéticos a países terceros. Los intercambios con países de la UE, no obstante, lanzan un superávit, que contrasta con el déficit intracomunitario de Alemania, Francia e Italia. Además, ese superávit no para de medrar (ocho mil seiscientos millones este año en frente de seis mil novecientos noventa y nueve anteriormente ejercicio).