Vender emparedados puede parecer un principio poco probable para una vida de emprendimiento, mas para mí, ahí fue precisamente donde comenzó todo.

Vender emparedados puede parecer un principio poco probable para una vida de iniciativa emprendedora, mas para mí fue precisamente ahí donde comenzó todo. Fue el mareante punto culminante de mi primera aventura empresarial.

Había comenzado a trabajar en la adolescencia, con un curso de mecanografía veloz, y me planteé transformarme en la perfecta asistente personal. Me contrató una famosa empresa de relaciones públicas para rellenar sobres y mecanografiar cartas eventuales para uno de los ejecutivos mientras que desaparecían para comer. El tedio me desconectó lo bastante para cometer fallos fatales y mi carrera de secretaria llegó a su fin.

Desde aquellas alturas mareantes, abandoné la mercadotecnia a favor de las ventas. Aquí me destinaron a un curso de capacitación en la parte posterior de Hammersmith Broadway. Nuestra capacitación consistía en sentarnos en un suelo cochambroso (nada simple con la obligatoria falda lapicero y los tacones altos de la temporada) mientras que grabábamos nuestro alegato de ventas en un viejo reproductor de casetes.

Después nos adentramos en el exótico planeta de la venta dura. Te daban una lista de números telefónicos y ninguna otra información y te afirmaban que te pusieses manos a la obra. Todos estos géneros de trabajos de ventas, aun los menos inciertos, eran de alta rotación. Echar a un empleado en menos de 12 semanas de empleo no suponía ningún peligro en aquella temporada, y poquísimos de nosotros estábamos por la tarea de sostenernos.

Por aquel entonces, tenía una mala opinión de la vida laboral y una opinión aún peor de quienes detentaban el poder en las compañías. Llamó la arrebatadora sirena del trabajo por cuenta propia. Sin las trabas de la normativa alimenticia de la temporada, comencé a hacer emparedados y a repartirlos por las muy elegantes oficinas de Kensington y Chelsea.

Puede que no fuese el mayor negocio de mi vida, ni tan siquiera un pequeño paso cara la construcción de un imperio. Pero fue algo considerablemente más valioso. Fue la mejor capacitación empresarial posible.

Tenía cero dinero, o sea, cero. Nunca se me pasó por la cabeza la idea de solicitar prestado mediante los canales oficiales.

Acordé con la tienda de el rincón que adquiriría los ingredientes que precisaba por la mañana y pagaría la deuda por la tarde. Esto quería decir que debía proseguir trabajando en las oficinas, por más que me doliesen los pies y mi ego estuviese herido, hasta el momento en que pudiese liquidar la deuda. De lo opuesto, mañana sin ingredientes, mañana sin negocio.

Fue una enorme lección de tesorería y constancia.

Como no me sobraba el dinero, vivía de lo que me sobraba. Aunque al comienzo puede parecer bien, créeme, tras el séptimo día de pan poco a poco más curtido, lechuga flácida y queso mohoso, aprendes a administrar las existencias.

Aprendes a saber lo que se vende y lo que no. Aprendes a medir y prever con más precisión lo que probablemente vendas y a sostener todas y cada una de las existencias al mínimo.

Superar a los porteros era un reto. Aunque en aquella temporada las oficinas no estaban tan mentalizadas con la seguridad, los muy elegantes porteros de Chelsea y Kensington proseguían ahí por una razón, y esa razón incluía indudablemente sostener distanciados de sus muy elegantes despachos a veinteañeros febriles y sucios con los pies doloridos.

Mientras flexionaban sus músculos y pulían su latón, aprendí que es vital hacer amistad con todos y cada uno de los que te hallas por el camino y entender que más personas que los responsables de la toma de resoluciones pueden tener la clave de tu éxito.

Convencer a la gente de que no salir a tomar el sol, sino más bien comer algo por el doble de coste en su mesa, era una buena idea, fue indudablemente una venta bastante difícil.

Incluso en la temporada pre-Pret, los emparedados debían ser buenos. Pero los mercados están demasiado atestados para fundamentarse solamente en el producto. Hay que ofrecer más que eso.

Me enseñó que vender no es cuestión de producto, sino más bien de experiencia.

Una visita mía debía ser algo que aliviara el aburrimiento de su día. Tenía que ser algo entretenido y algo exquisito para comer.

Aprendí a comunicarme con la gente y a usar un tanto de encanto sin caer en la prepotencia. Aprendí a presentar un término de forma positiva.

Si era simpatía por su trabajo, o una mala cita, o reírse de una nueva absurda, aprendí que no se trata de vender algo. Aprendí la relevancia de establecer relaciones.

Aunque vender un producto de poco valor, como un emparedado, al comienzo no me daba la sensación de que mereciese la pena más que para cerrar una venta, pronto entendí el valor de reiterar la adquisición.

Aprendí a leer el lenguaje anatómico y a entender que de qué manera se afirman las cosas es mucho más esencial que lo que se afirma.

Aprendí que un buen nombre vale más que un tanto de dinero al momento y que, si presionas, es posible que logres venderle a alguien algo que no desea, mas no vas a poder regresar a hacerlo jamás.

Aprendí el valor de retener a los clientes del servicio y sostener baja la rotación cuando deseas hacer medrar tu negocio.

Cuando pienso en las creencias de los clientes del servicio, siempre y en toda circunstancia me viene a la cabeza «pastel de carne».

En aquel instante, mi paladar culinario no conocía el pastel de carne. Ni siquiera había oído charlar de él. Sin embargo, mientras que proseguía charlando con los clientes del servicio frecuentes, uno de ellos recordó un bocadillo de pastel de carne que le había encantado en Nueva York.

Le escuché. Encontré una receta e hice varios para probar. Ese emparedado de pastel de carne se transformó en mi éxito de ventas. Aprendí a hallar el hueco en el mercado y a satisfacer la demanda. Tan fácil y tan gigante diferencia en tu cuenta de resultados.

También aprendí que, si bien es posible que precises el arte de la charla para comenzar una, la realidad es que enmudecer y percibir va a ser aún más valioso.

Puede ser duro pasear por esas calles, abrirse paso con encanto mediante las puertas, con una sonrisa y una carcajada de manera permanente dibujadas en la cara. Y más duro aún cuando alguien te afirma que eres un grano en el trasero y que te largues de su oficina. Al principio me ponía a tremer.

Pero aprendí a no tomarme el rechazo como algo personal. Algunas personas no desearán un emparedado por buenísimos que sean. Algunos van a tener un mal día y se desquitarán contigo.

No siempre y en toda circunstancia vas a ganar en los negocios, mas no puedes dejarte tomarte los descalabros como algo personal. Aprende de ellos. Piensa qué podrías hacer mejor la próxima vez y reconsidera la experiencia.

Sobreviví y, lo que es más esencial, aprendí. La humildad asimismo es un valioso activo empresarial.

Es posible que leas esto con desdén, pensando que todo esto fue hace unos años (cierto) y que tal vez seas un creador tecnológico, por lo que es intrascendente (no es cierto).

Entender a los clientes del servicio es tan vital hoy como lo ha sido siempre y en toda circunstancia, y asimismo lo es el buen nombre de una compañía. Tener eso arraigado tiene un valor inestimable. Comprender la retención de clientes del servicio le va a hacer avanzar.

Las relaciones con su equipo florecerán si se ha transformado en un lector de personas y ha aprendido el arte de percibir, que es lo que la gente acostumbra a querer por encima de todo.

Se beneficiará de la capacidad de hacer frente a los contratiempos y de la resiliencia y perspectiva que da la venta.

Pero es con todas y cada una de las partes interesadas con las que las victorias comienzan a llegar de veras. Un creador debe transformarse en un líder, un soñador capaz de «vender» su visión e inspirar tanto a sus equipos como a sus inversores. No se trata de una habilidad de venta veloz, sino más bien de una venta real, de comunicación y de construcción de relaciones en un largo plazo.

Y por eso, de igual forma, tantos emprendedores de éxito fantástico comenzaron sus carreras con un humilde puesto en el mercado, desde los creadores de Boohoo hasta los de Amstrad.

No hay que menospreciar los inicios humildes, singularmente los de ventas. Seis meses de humilde trabajo inicial pueden ser la mejor capacitación empresarial que recibas en tu vida.

Juan Pablo Cortez

Bogotá (Colombia), 1989. Apasionado por la investigación y el análisis de temas de interés público. Estudió comunicación social en la Universidad de Bogotá y posteriormente obtuvo una maestría en periodismo investigativo en la Universidad de Medellín. Durante su carrera, ha trabajado en diversos medios de comunicación, tanto impresos como digitales, cubriendo temas de política, economía y sociedad en general. Su gran pasión es el periodismo de investigación, en el cual ha destacado por su habilidad para descubrir información relevante y sacar a la luz temas que a menudo se mantienen ocultos.