Con la aprobación el año pasado de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus iniciales en inglés), Estados Unidos se sumó de lleno al resto de las economías avanzadas del planeta en su pretensión de combatir el cambio climático. La IRA autoriza un aumento esencial del gasto para apoyar las energías renovables, la investigación y el desarrollo y otras prioridades. Si las estimaciones sobre sus efectos no se alejan de ser adecuadas, el impacto en el tiempo va a ser significativo.

Es verdad, el diseño de la ley no es ideal. Cualquier economista podría haber redactado un proyecto de ley que ofreciese un retorno considerablemente mayor por la inversión. Pero la política estadounidense es difícil y el éxito se debe medir en frente de lo que es posible, y no en frente de algún ideal elevado. Pese a las imperfecciones de la IRA, es mucho mejor que nada. El cambio climático jamás iba a aguardar a que Estados Unidos pusiese su casa política en orden.

Junto con la Ley de Chips y Ciencia del año pasado —destinada a apoyar la inversión, la industria familiar y la innovación en semiconductores y un conjunto de otras tecnologías punta—, la IRA ha dirigido a Estados Unidos en la dirección adecuada. Va alén de las finanzas para centrarse en la economía real, donde debería valer para revitalizar a los campos atrasados.

Quienes ven solamente las imperfecciones de la IRA no nos hacen ningún bien. Al negarse a poner la cuestión en perspectiva, asisten e alientan los intereses creados que preferirían que prosiguiéramos en dependencia de los comburentes fósiles.

Entre sus opositores resaltan los defensores del neoliberalismo y de los mercados sin trabas. Podemos darle las gracias a esa ideología los últimos cuarenta años de desarrollo enclenque, mayor desigualdad e inacción en frente de la crisis climática. Sus partidarios siempre y en todo momento se han manifestado de forma vehemente contra políticas industriales como la IRA, inclusive una vez que los nuevos avances en el campo de la teoría económica explicaron por qué esas políticas han sido precisas para fomentar la innovación y el cambio tecnológico. Después de todo, fueron en parte las políticas industriales las que dejaron que las economías del este de Asia alcanzaran su milagro económico en la segunda mitad del siglo veinte. Asimismo, el propio Estados Unidos se ha favorecido a lo largo de bastante tiempo de esas políticas —aunque generalmente se las escondía en el Departamento de Defensa, que asistió a desarrollar internet y hasta el primer buscador—. De exactamente la misma forma, el ámbito farmacéutico de Estados Unidos, líder en el planeta, descansa sobre un pilar de investigación básica financiada por el Gobierno.

Se debería felicitar a la Administración del presidente de Norteamérica, Joe Biden, por su rechazo manifiesto de dos presunciones neoliberales centrales. Como apuntó últimamente el consultor de seguridad nacional de Biden, Jake Sullivan, estas presunciones son “que los mercados siempre asignan el capital de manera productiva y eficiente” y que “el tipo de crecimiento no importa”. Una vez que se toma conciencia de lo erradas que son esta clase de premisas, introducir la política industrial en la agenda pasa a ser una resolución simple.

Pero muchos de los mayores inconvenientes de hoy son globales y, por ende, demandarán de la colaboración internacional. Incluso si Estados Unidos y la Unión Europea alcanzan emisiones cero netas en dos mil cincuenta, eso por sí mismo no resolverá el inconveniente del cambio climático. El resto del planeta asimismo debe hacer lo mismo.

Desafortunadamente, las resoluciones políticas recientes en las economías avanzadas no han sido favoreces a fin de que se promueva la colaboración global. Consideremos el nacionalismo de vacunas que vimos a lo largo de la pandemia, cuando los países occidentales ricos acapararon tanto las vacunas como la propiedad intelectual (PI) para fabricarlas, favoreciendo las ganancias de las compañías farmacéuticas sobre las necesidades de miles y miles de millones de personas en los países en desarrollo y los mercados emergentes. Luego llegó la invasión a gran escala de Ucrania por la parte de Rusia, que condujo a un levanta de los costos de la energía y de los comestibles en el África subsahariana y otras partes, prácticamente sin ayuda de Occidente. Peor aún, Estados Unidos aumentó los modelos de interés, lo que robusteció al dólar en frente de otras monedas y exacerbó las crisis de deuda en el mundo entero en desarrollo. Una vez más, Occidente ofreció poquísima ayuda real —solo palabras—. Si bien el G-veinte previamente había acordado un marco para suspender temporariamente el servicio de la deuda por la parte de los países más pobres del planeta, lo que verdaderamente se precisaba era una reestructuración de la deuda.

En este contexto, la IRA y la Ley de Chips bien pueden fortalecer la idea de que el planeta en desarrollo es objeto de un doble estándar —que el régimen de derecho se aplica solo a los pobres y a los enclenques, al tiempo que los ricos y poderosos pueden hacer lo que les plazca—. Durante décadas, los países en desarrollo han debido lidiar con reglas globales que les impedían subsidiar sus industrias incipientes, con el razonamiento de que si lo hacían inclinarían el campo de juego. Pero siempre y en todo momento supieron que no había ningún campo de juego nivelado. Occidente tenía todo el conocimiento y la PI, y jamás vaciló en monopolizar los dos al límite posible.

Ahora, Estados Unidos se muestra considerablemente más abierto con respecto a inclinar el campo de juego, y Europa está presta a hacer lo mismo. Si bien la Administración de Biden asevera que prosigue comprometida con la Organización Mundial de Comercio “y los valores compartidos sobre los cuales se basa: competencia justa, apertura, transparencia y el régimen de derecho”, son palabras huecas. Estados Unidos aún no ha tolerado que se nombraran nuevos jueces para el organismo de resolución de enfrentamientos de la OMC, garantizando así que no pueda tomar medidas contra las violaciones de las reglas del comercio internacional.

Sin duda, la OMC tiene muchos inconvenientes. Yo he señalado una gran parte de ellos durante los años. Pero fue Estados Unidos el país que más hizo para forjar las reglas actuales a lo largo del apogeo del neoliberalismo. ¿Qué quiere decir que el país que redactó las reglas les dé la espalda cuando se vuelve recomendable hacerlo? ¿Qué género de “régimen de derecho” es ese? Si los países en desarrollo y los mercados emergentes hubiesen ignorado las reglas de PI de una forma tan manifiesta, se habrían salvado decenas y decenas de miles y miles de vidas a lo largo de la pandemia. Pero no cruzaron esa línea pues habían aprendido a tenerle temor a las consecuencias.

Al adoptar políticas industriales, Estados Unidos y Europa reconocen claramente que es preciso reescribir las reglas. Pero eso va a llevar tiempo. Para asegurar que, mientras, los países de ingresos bajos y medios no se amarguen poco a poco más (y con razón), los gobiernos occidentales deberían crear un fondo tecnológico para asistir a el resto países a igualar su gasto familiar. Eso, cuando menos, nivelaría de alguna forma el campo de juego, y incitaría el género de solidaridad global que necesitaremos para abordar la crisis climática y otros retos globales.

Mercedes Cruz Ocaña