Si hay algo que se semeja al averno en vida es la oficina. Las oficinas tienen la incierta virtud de transformarse en universos opresivos en los que ser desgraciado. Las habitamos la mayoría de nuestro tiempo de vigilia y en ellas vivimos dramas helenos por cuestiones rutinarias que se transforman en universales pues ocupan una buena parte de nuestra existencia. La oficina es ese sitio en donde la gente es capaz de ser ruin sobre sus posibilidades, un interesante experimento conductual en el que los jefes psicopáticos observan como los mandados van alén de lo que jamás hubieran aguardado de ellos. La banalidad del mal que Hannah Arendt documentó en el juicio de Adolf Eichmann no habría sido posible sin que el sistema de siervos se incorporara al planeta de la compañía moderna. La “oficina”, ese término más filosófico que físico, es un dementor que se nutre de la dicha e inteligencias humanas, dejando en su sitio depresión y desesperación, cascarillas vacías funcionales para la labor.

Así que absolutamente nadie se extraña de que los trabajadores se resistan a regresar a la oficina, no al trabajo, ni a las relaciones humanas, sino más bien a ese sitio mal alumbrado en el que, poco a poco más, la vida es inhóspita y en donde debes relacionarte con otros humanos en secuestro amigdalar como mismo. ¿Quién desearía vivir así debiendo disimular el hartazgo en esas oficinas de término abierto, panópticales, en las que cualquier microgesto es examinado e interpretado en contra tuya?

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha estudiado los efectos de la pandemia sobre el trabajo y está en favor del trabajo a distancia, no tanto pues los trabajadores puedan conciliar mejor, o poner cara de fastidio sin que absolutamente nadie lo anote en el libro mayor de su historia laboral, sino más bien pues es más productivo, y, por lo tanto, mucho mejor para la economía. Como cita Raquel Pascual, el informe de la OIT El tiempo de trabajo y el equilibrio entre trabajo y la vida privada en el mundo concluye que el trabajo a distancia ha aumentado las horas trabajadas y que no por este motivo los empleados se han vuelto más productivos: “las jornadas de trabajo más largas, por lo general, están asociadas con una productividad inferior, mientras que un horario más reducido está relacionado con una mayor productividad”. La OIT, por lo tanto, aconseja trabajo a distancia, jornadas reducidas mas eficaces, mayor productividad y, si a mano viene, “un mejor y más saludable equilibrio entre el trabajo y la vida privada”.

A pesar de esta oda productiva al trabajo a distancia, hasta empresas tecnológicas como SalesForce fuerzan la vuelta a unas oficinas del tamaño del ego de su CEO, Marc Benioff, por la vía de cerrar la división de trabajo recóndito de Slack, división que adquirió, exactamente, para facilitar el trabajo recóndito. En el camino de la asimilación, Benioff ha despedido a los científicos que trabajaban en probar las virtudes del trabajo flexible. A absolutamente nadie le agrada que le estudien en contra.

Nada es perfecto y nada en demasía, que afirmaban los helenos. Tampoco teletrabajar, si bien te evite la oficina, que no es poca cosa, es la panacea que presenta la OIT. La mayor una parte de los teletrabajadores no son nómadas digitales de daiquiri en mano, que edifican el futuro tecnológico desde una isla portuguesa. Más que gozar de los beneficios de Ponta do Sol en Madeira, el teletrabajador pasa día a día viendo la estantería de IKEA desorganizada y saliendo a la calle lo justo para adquirir el pan. Por mucho que deseemos romantizar salir a adquirir la baguette en pijama y zapatillas de oseznos, transformarse en la señora de bata de guata y rulos, calcetines de media caña y zapatillas de cuadros destalonadas de nuestro distrito no es, exactamente, a lo que aspiraba Simone de Beauvoir para todas y cada una nosotras. La reivindicación del espacio público es parte de cualquier movimiento por la igualdad de las mujeres, dueñas y señoras de los espacios privados, de los pucheros y las escobillas de baño. Cuantas veces vamos a haber oído eso de “la que manda en casa es mi mujer”. Porque hay realidades que, desgraciadamente, son tozudas: los hombres se tiran a las oficinas, planeta exterior que les pertenece por derecho, al paso que las mujeres ven los beneficios de ganar 3 horas de vida en su pluriempleado existencia de trabajo y cuidados. Qué instrumento más interesante es el trabajo a distancia, que deja hacer desaparecer a las mujeres de los espacios públicos – esos que jamás les han correspondido – y, a la vez, deshumanizar las relaciones laborales eludiendo pasarte malos ratos despidiendo gente. Los despidos de las grandes tecnológicas nos dejan grandes instantes de gestores sin entrañas: tras prácticamente diecisiete años de trabajo en Google, un trabajador se lamentaba de haber recibido a las tres de la mañana un correo automático de despido mientras que, eficazmente, le cortaban el acceso a los sistemas de la compañía no fuese a ser que se comportase como un humano y le pegase fuego a los sistemas. ChatGPT escribe cartas de despido con citas motivacionales de Martin Luther King llamando a la fortaleza en la desesperación que supone que te pongan en la calle. Para que pasar sonrojo si puedes mecanizar el cobrizo.

La pandemia nos deja, así, otra situación irremediable. O no. Imagine el lector: una villa en París, trabajadores escogidos a dedo, y un año de convivencia. Es el corpoworking, la última ocurrencia de una compañía de telecomunicaciones francesa (esa a la que se le suicidaba la gente tirándose desde la azotea de ¿adivinen?, la oficina): un sitio en el que trabajadores de distintas tipologías (autónomos, nómadas…) conviven a lo largo de un período temporal determinado y en el que, además de esto, desempeñan su actividad laboral como en un reality show. Villa Bonne Nouvelle, situada en el distrito parisino de Sentier, tiene por nombre ese sitio vil, un “escaparate de innovación en RRHH” conforme la compañía, en donde los implicados “aprenden a convivir” ensayando nuevas prácticas de administración. Si el experimento no termina en un asesinato ritual me llevaré una decepción.

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Articulo original de El País

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