Steve Jobs creía en la simplicidad. La simpleza era su principio para crear cualquier producto. Es considerablemente más poderosa de lo que crees.

Cuando un equipo de los mejores diseñadores de productos de Apple se reunió con Steve Jobs para presentarle su diseño de lo que terminó siendo el iDVD -una aplicación ya desaparecida que dejaba a los usuarios grabar en un DVD físico música, películas y ficheros de fotografías digitales guardados en sus ordenadores-, aguardaban que su jefe quedase fascinado. Era un diseño bonito y limpio, y si bien tenía muchas peculiaridades y funciones, estaban orgullosos de de qué forma habían simplificado la V. O. del producto, que había requerido un manual de usuario de mil páginas.

Pero, como pronto supo el equipo, Jobs tenía otra cosa en psique. Se dirigió a la pizarra y dibujó un rectángulo. Luego dijo: «Esta es la nueva aplicación. Tiene una ventana. Arrastras el vídeo a la ventana. Luego haces click en el botón que afirma BURN. Eso es todo. Eso es lo que vamos a hacer».

Para los empresarios, la simplicidad es el rey. Nos esmeramos por diseñar productos fáciles de emplear, servicios fáciles de acceder, sitios y aplicaciones fáciles de navegar, etc. Cuando se trata del producto final o de la experiencia del usuario, hemos elevado la simplicidad a una forma de arte.

Entonces, ¿por qué una gran parte de lo que hacemos diariamente prosigue estando infestado de tanta dificultad?

Nos hemos habituado tanto a la dificultad de todos y cada uno de los procesos de nuestra vida que apenas nos damos cuenta… Peor aún, la creamos involuntariamente: frente a lo que habrían de ser inconvenientes fáciles, procuramos soluciones más complejas para resolverlos. Luego, frustrados por la dificultad de esas soluciones, procuramos nuevas formas de hacer que ese complejo inconveniente sea de nuevo simple.

A medida que este círculo vicioso sigue, agregamos capa tras capa de dificultad.

Esto es singularmente cierto tratándose de escalar una organización, lo que inevitablemente conduce a una expansión de la dificultad en todas y cada una partes. Los procesos se vuelven complicados. La coordinación en los equipos y entre ellos requiere más tiempo y esmero. El trabajo que acostumbraba a ser fácil se transforma de pronto en algo enloquecedor e innecesariamente complicado.

Pero una vez que suprimimos las capas superfluas de dificultad, las labores prioritarias que ya antes parecían tan apabulladoramente bastante difíciles de pronto semejan viables. Esto es cierto para casi todo, desde el diseño y el lanzamiento de un nuevo producto, hasta la entrada en un nuevo mercado, pasando por la dirección de un equipo que medra de manera rápida.

En mi primer libro, mantenía que identificar lo que es esencial requiere un sistema de priorización inexorable. Pero, como escribo en mi nuevo libro, Effortless, para lograr verdaderamente hacer esas cosas esenciales, se requiere una simplificación inexorable. He acá ciertos consejos:

El año pasado, lancé un podcast. Al principio, las instrucciones que debía mandar a cada convidado que se uniera a mí en el podcast constaban de 15 pasos. Para mí era apabullante aun leerlas, y no afirmemos a fin de que los convidados las prosiguieran y las hiciesen.

Así que comencé de cero, y me pregunté: «¿Cuál es el número mínimo de pasos que alguien podría continuar para dialogar conmigo mediante este programa?». Una vez que tuve la contestación, reduje el proceso a dos simples pasos.

Cuando nos encaramos a un proceso o proyecto enormemente complicado, nuestro instinto es intentar reducirlo. ¿Pero qué sucedería si lo abordásemos desde el ángulo opuesto y comenzáramos con una pizarra en blanco?

Te sorprendería saber cuántos objetivos supuestamente complejos pueden conseguirse, y cuántas labores supuestamente complejas pueden completarse, en tan solo unos pocos pasos. Así que comience por cero y determine el número mínimo de pasos desde ahí.

En un instante minúsculo mas vital del legendario cambio de IBM, el entonces directivo general Lou Gerstner invitó a Nick Donofrio, uno de sus líderes ejecutivos, a charlar en una asamblea sobre el estado de la compañía. En aquella temporada, el formato estándar de cualquier presentación esencial de IBM incluía retroproyectores y gráficos en trasparencias que los empleados de IBM llamaban «láminas».

Como recuerda Gerstner, «Nick estaba en su segunda lámina en el momento en que me aproximé a la mesa y, con toda la educación que pude delante de su equipo, apagué el proyector. Tras un largo instante de incómodo silencio, le afirmé simplemente: ‘Vamos a hablar de tu negocio’. «

Ese es el propósito de la mayor parte de las presentaciones: «sólo charlar de tu negocio». Así que la próxima vez que debas crear un pitch deck, presentar cifras de ventas o dar un informe de progreso, resiste la tentación de agregar campanas y silbatos auxiliares. No solo son una distracción para ti, sino más bien asimismo para tu audiencia. Por eso, cuando hago presentaciones, utilizo 6 diapositivas, con menos de diez palabras en conjunto.

Puede que ya hayas eliminado las peculiaridades superfluas de tu producto. Ahora haz lo mismo con tus procesos, tus presentaciones y todo lo demás.

Con demasiada frecuencia, procuramos facilitar nuestros procesos facilitando los pasos individuales. Pero, ¿y si sencillamente los suprimimos?

Los pasos superfluos son solo eso: superfluos. Eliminarlos te deja encauzar tu energía cara la realización del proyecto esencial. En prácticamente todos los campos, concluir es interminablemente mejor que los pasos innecesarios que no agregan valor.

Uno de los 12 principios del Manifiesto Diligente dice: «La simplicidad -el arte de aumentar al máximo la cantidad de trabajo no efectuado- es esencial». Con esto desean decir que el propósito es crear valor para el usuario, y si esto se puede hacer con menos código y menos peculiaridades, eso es precisamente lo que se ha de hacer.

Aunque esto se refiere al proceso de desarrollo de software, podemos amoldarlo a cualquier proceso rutinario. Independientemente de cuál sea tu objetivo final, recuerda: los pasos más fáciles son los que no se dan.

Juan Pablo Cortez

Bogotá (Colombia), 1989. Apasionado por la investigación y el análisis de temas de interés público. Estudió comunicación social en la Universidad de Bogotá y posteriormente obtuvo una maestría en periodismo investigativo en la Universidad de Medellín. Durante su carrera, ha trabajado en diversos medios de comunicación, tanto impresos como digitales, cubriendo temas de política, economía y sociedad en general. Su gran pasión es el periodismo de investigación, en el cual ha destacado por su habilidad para descubrir información relevante y sacar a la luz temas que a menudo se mantienen ocultos.