El primordial logro político del Gobierno de Biden, por lo menos hasta el momento, ha sido la Ley de Reducción de la Inflación. Pese a su nombre de forma deliberada ilusorio, es sobre todo una ley climática. En específico, su objetivo es combatir el cambio climático a través de una política industrial que ofrezca a empresas y usuarios subvenciones para adoptar tecnologías respetuosas con el medioambiente. El ejemplo por antonomasia son los automóviles eléctricos alimentados por fuentes de energía renovables.

De instante las noticias son que, según lo que parece, las compañías se están apurando a aprovechar las ayudas, por lo que probablemente el costo presupuestario de la ley sea considerablemente mayor de lo previsto, quizás centenares de miles de millones de dólares estadounidenses más. Por otra parte, los aspectos proteccionistas de la legislación, que favorecen de manera decidida la producción nacional, han irritado a otros países, y los europeos en particular hablan de un Plan Industrial del Pacto Verde que equivaldría a una guerra de subvenciones con Estados Unidos, si bien de momento no han dado muchos pasos en este sentido. En otras palabras, los primeros rastros apuntan a que la Ley de Reducción de la Inflación va a ser un éxito enorme.

Los lectores de una cierta edad es posible que recuerden que, en la década de mil novecientos ochenta y principios de la de mil novecientos noventa, hubo un enorme discute en Estados Unidos sobre la política industrial. Dominaba la sensación, alimentada por libros como el superventas de 1992 La guerra del siglo XXI, de Lester Thurow, de que Estados Unidos se quedaba atrasado respecto a Japón, y probablemente, respecto a Europa. Muchos analistas atribuían el desarrollo económico del primero a su política industrial, esto es, a los sacrificios del Gobierno por fomentar las industrias del futuro. Un elevado número de especialistas afirmaba que Estados Unidos debía contraatacar con una política industrial propia.

Sin embargo, los incrédulos mantenían que había pocas pruebas de que las medidas de promuevo de la industria estuviesen tras el éxito japonés, y que era poco probable que a los gobiernos se les diese bien “elegir ganadores”. Y para dejar claro este punto, a los partidarios de las medidas de promuevo de la industria se los conoció a lo largo de un tiempo con el nombre de “demócratas Atari” (ciertamente, Atari, que contribuyó a crear la industria del juego, terminó fracasando clamorosamente).

Y Japón dejó de ser un gigante y se transformó en un cuento con moraleja (si bien, realmente, su economía ha funcionado mejor de lo que la mayor parte de la gente cree; la lentitud de su desarrollo puede atribuirse en buena medida a la demografía). Pero ahora Estados Unidos entra por fin en la política industrial por la puerta grande. ¿Estamos repitiendo viejos fallos? No. Esta política industrial es diferente.

Al contrario de lo que ocurría con propuestas precedentes de promuevo de la industria, no se trata de un intento de apresurar el desarrollo económico escogiendo ganadores. Se trata más bien de remodelar la economía para limitar el cambio climático. La primordial razón para hacerlo por medio de subvenciones y de la política industrial, en vez de las medidas que se aconsejarían en primero de Económicas, como los impuestos al carbono, es política. Los impuestos a las emisiones jamás iban a ser aprobados por un Senado dividido en partes iguales en el que Joe Manchin tenía poder de veto efectivo, mas una legislación que diese como resultado un incremento de la producción industrial entraba en lo políticamente posible.

Y las disposiciones sobre la adquisición de productos estadounidenses, que van a crear un vínculo claro entre inversión verde y empleo en Estados Unidos, fueron un factor definitivo del pacto, si bien van a hacer la transición más costosa y van a crear fricciones con nuestros asociados comerciales. Cuando el propósito es hacer en frente de una amenaza ambiental para la vida, la eficacia queda muy en segundo plano. Ahora bien, es posible que en un caso así el Gobierno logre seleccionar a los ganadores. La causa de que seamos capaces de hacer grandes progresos en materia climática usando zanahorias en vez de palos es que la tecnología verde ha avanzado a un ritmo increíble, que ha superado de manera sistemática las previsiones oficiales. Y hay buenas razones para opinar que la energía limpia prosigue unas líneas de aprendizaje en marcado ascenso, de forma que subvencionar la transición verde va a hacer que el progreso tecnológico que vuelve posible esa transición avance aún más deprisa.

Pero esto es la guinda del pastel. La primordial compensación de la nueva política industrial estadounidense no va a ser producto de la creación de empleo, ni tan siquiera de la mejora de la tecnología, sino más bien de la restricción de los daños del cambio climático.

Y por eso una guerra de subvenciones con Europa, si es que tiene sitio, va a ser algo bueno. Queremos que otros países emprendan acciones en favor del tiempo, si bien ello implique cierto proteccionismo de facto.

A ver, comprendo que ciertos economistas estén sobresaltados. La creación de un sistema de comercio mundial parcialmente abierto durante las últimas 3 generaciones, con la mayor parte de los aranceles de manera comparativa bajos, formó un enorme logro diplomático y económico, y entiendo que a ciertos economistas que respeto les preocupe que el nacionalismo económico lo ponga en riesgo.

Pero mi opinión es que, frente a una crisis ambiental terrorífica, debemos hacer lo que haga falta para limitar los daños. No deseamos toparnos diciendo: “Bueno, hemos asado el planeta, pero al menos hemos preservado las reglas de la Organización Mundial del Comercio”.

La misma lógica general es válida para los costos presupuestarios. Supongamos que la Ley de Reducción de la Inflación termina costando un billón de dólares estadounidenses más de lo previsto, lo que querría decir que impulsó inversiones verdes por un valor de múltiples billones pues asimismo atrajo mucho dinero del campo privado. También supondría unos costos financieros más elevados en el futuro. La Oficina Presupuestaria del Congreso prevé que, de acá a dos mil treinta y tres, el Gobierno va a gastar el tres con seis% del PIB en intereses. Con las clases actuales, un billón de dólares estadounidenses más de deuda se traduciría en unos treinta y cinco millones de dólares estadounidenses al año en pagos de intereses auxiliares, lo que elevaría el total del tres con seis% al tres con siete%. A mí me semeja un costo bastante bajo por tener considerablemente más posibilidades de eludir la catástrofe climática.

Así que, como he dicho, los rastros de que la política climática del Gobierno de Biden seguramente va a costar más de lo previsto y puede provocar una guerra de subvenciones con Europa realmente son una buena nueva. Muestran que, conforme los factores que de veras importan, las medidas pueden estar dando mejores resultados de lo aguardado.