Que absolutamente nadie busque en el súper productos más económicos que hace un año. Le va a costar hallarlos o de manera directa no lo logrará. Todo está más costoso. Se paga más por el aceite, más por la leche, más por los huevos, las patatas o el arroz. El dinero se consume ya antes. Hace falta más para adquirir lo mismo. Y las conversaciones sobre de qué forma ha subido todo se han vuelto insistentes por repetitivas. Cada uno lo lleva como puede: pasar por caja con la cesta más vacía, tirar más de marcas blancas, cotejar costes en múltiples establecimientos quien tenga tiempo para esto, o dedicar algo de ahorro a sostener los hábitos íntegros y cruzar los dedos a fin de que la tempestad amaine más pronto que tarde. No sucede lo mismo al acercarse al surtidor, donde gasolina y gasóleo se han abaratado de manera fuerte una vez digerido en los mercados el desbarajuste por la guerra en Ucrania. Ni al encender el aire acondicionado o poner la lavadora, más económico que un año atrás al diluirse el miedo a una falta de suministro eléctrico por el corte del gas ruso.

En esta fase de transición, la narrativa de la pérdida de poder adquisitivo para esenciales capas de la población —se salvan, entre otros muchos, pensionistas, y empleados de determinadas empresas, como los noventa y seis trabajadores de Mercadona—, convive con otra más esperanzadora: la de una progresiva normalización de la inflación en España. Los datos así lo señalan. El IPC de junio fue del uno con nueve% bajo el objetivo del dos% del Banco Central Europeo por vez primera en veintiseis meses. Y el adelantado de julio no se fue considerablemente más allí, hasta el dos,3%, ¿Suponen esas tasas que el costo de la vida es más asequible que en dos mil veintidos? No. Para eso sería precisa una deflación que prácticamente absolutamente nadie quiere, puesto que acostumbra a ser consecuencia de una caída de la demanda, algo negativo para la economía, por estimular un círculo vicioso de bajadas de costes que dismuyen beneficios y producen despidos.

Sí puede decirse, en cambio, que la inflación ha dado un respiro. Los años setenta enseñaron que los costes no están condenados a bajar tras una subida tal y como si estuviesen sujetos por fuerza de la gravedad. La historia muestra que pueden dispararse sin tregua a lo largo de años y años: entre mediados de mil novecientos setenta y tres y finales de mil novecientos ochenta y cuatro España vivió de forma ininterrumpida con una inflación superior al diez%. En los últimos sesenta y uno años ha habido diecisiete ejercicios en los que algún mes ha superado ese umbral. El riesgo de que la enfermedad se cronificara estaba ahí.

En ese frágil escenario, el cometido más apremiante, tanto para el BCE para el Gobierno, uno en la esfera europea y otro en la nacional, fue frenar la espiral. El primero ha subido los modelos de interés para enfriar la economía, poniendo fin al dinero asequible que a lo largo de años filtró a la economía real. El segundo ha rebajado impuestos a los comestibles básicos para abaratar la cesta de compra y ha lanzado ideas para contener la factura de la luz como el máximo al gas. El resultado es una desescalada que se ha comido en un año ocho con cinco puntos de inflación en España. Al hacer política equiparada, el Ejecutivo alardea de que sus medidas han tolerado encajar el golpe mejor que otras grandes economías: a la espera de conocer datos del mes en curso, el Reino Unido tenía en el primer mes del verano una tasa del siete con nueve%, y ya en el mes de julio, Alemania lidia con una inflación del seis,seis%, Italia del 6% y Francia del cuatro con tres%.

El mal de muchos, en un caso así, no es consuelo de tontos. Aunque es verdad que España importa inflación al adquirir a asociados donde los costes están más elevados, contar con una inflación más baja da ventajas a nivel competitivo. Las más evidentes, turistas que hallan costes menos espantosos que en otros destinos y empresas españolas que exportan más asequible que sus contrincantes.

Las previsiones de los primordiales organismos han ido adaptándose a la mejora. El Banco de España situó su promedio de inflación para este año en el tres con dos%, 5 décimas menos. Exactamente exactamente el mismo porcentaje espera el Fondo Monetario Internacional, que lo rebajó desde el cuatro con tres% inicial. Todas las predicciones están lejísimos del ocho con cuatro% registrado en dos mil veintidos. Y eso tiene otras repercusiones. Al estar ligadas al IPC, el gasto en pensiones es mayor para el Estado cuanto más alta sea la inflación —supondrá unos trece y setecientos millones de costo extra para las arcas públicas en 2023—, aunque asimismo lo es la recaudación: conforme cálculos de la Autoridad Fiscal, el Gobierno conseguirá este año prácticamente doce.000 millones por el levanta de los costes y las subidas de sueldos y pensiones. Por tanto, una tasa más baja reduce la factura de las pensiones y reduce la potencia de Hacienda para acrecentar sus ingresos.

Tan complicado como advertir el inicio de una crisis puede ser anunciar su final. Por eso cabe preguntarse: ¿las revisiones positivas de la inflación de España implican que ya se ha superado la crisis? No precisamente. La comparación con meses de dos mil veintidos en los que la inflación se moderó va a dejar aún ciertos coletazos en forma de repuntes a fin de año que podrían llevar al índice a rozar el cinco% provisionalmente. Eso es lo que es conocido como efecto base: pues el indicador es interanual, tiende a ser más alto si doce meses ya antes estaba más bajo, y al contrario.

Sin embargo, la tendencia de fondo es conveniente. Y salvo imprevisibles —menos descartables que jamás una vez que la pandemia y la guerra en Ucrania dejasen en papel mojado toneladas de sensatos análisis—, el tiempo juega en favor de la normalización, como explica Ángel Talavera, economista jefe de Oxford Economics. “Los efectos base deberían ir suavizándose paulatinamente. La cuestión clave es si después de esta fase veremos una inflación anclada en torno al 2% o algo por debajo, o si por el contrario se quedará por encima del 3%, ya que son dos escenarios con implicaciones muy distintas para la política monetaria”, advierte. Dos peligros avizoran. “Podríamos tener nuevas distorsiones en los mercados energéticos, o factores climatológicos que podrían poner otra vez tensión en los precios de los alimentos”, estima Talavera.

Raymond Torres, directivo de coyuntura económica de Funcas, agrega otras amenazas a esa lista. “El problema de fondo es el comportamiento de la inflación subyacente, particularmente en el caso de los servicios. La demanda sigue relativamente fuerte todavía en España y otros países europeos, y mantiene una dinámica algo inflacionaria. Si se enquistara podría generar un nuevo bucle, con más recuperaciones salariales a las moderadas que estamos viviendo este año. No lo esperamos, pero eso provocaría una reacción adicional del BCE”.

Salvando esa eventualidad y posibles consecuencias por la suspensión del pacto de exportación de grano entre Rusia y Ucrania, Torres, se muestra optimista, y apunta que todos y cada uno de los indicadores, incluyendo los costes industriales y energéticos, o las materias primas agrícolas, han bajado en los mercados internacionales, y las perspectivas son buenas, por lo que no hay que encender las alarmas cuando a fines de año el IPC vuelva a medrar. “Pasar de un 2% al 5% puede dar la sensación de que estamos ante un retorno de la inflación, pero es algo puramente estadístico”.

Europa, con una inflación en el mes de julio del cinco,3%, superior hoy a la de España en 3 puntos, va a recortar la distancia. Y Talavera prevé aun un adelantamiento. “Sigue por encima porque los precios energéticos están cayendo más despacio que en España, pero el proceso desinflacionario se intensificará en los próximos meses, y es posible que veamos la inflación de la eurozona por debajo de la española a final de año”.

Mercedes Cruz Ocaña