Paquita Vázquez encabezaba un día un conjunto de turistas camino de la Sagrada Familia en el momento en que una mujer le reprochó que dificultaran el paso al resto de transeúntes. “Pasa por la otra acera”, le instó. Dice esta guía de Barcelona, con años de experiencia a sus espaldas, que ya se ha habituado a esta clase de comentarios y que, cuando sus clientes del servicio le preguntan por el entorno hostil con el que en ocasiones se encuentran, procura desviar la atención. En ocasiones, no obstante, no ha podido reprimirse: “Ellos piensan que son viajeros cuando salen fuera y que los que vienen son simples turistas”.
En Palma de Mallorca, el pasado miércoles la calle Jaume II del casco viejo era un hervidero de turistas en pantalón corto y zapatillas. Los visitantes miran escaparates y hacen fotografías sonrientes. Algunos peatones, trabajadores y residentes de la zona, tratan de sortear a paso veloz la riada de personas. “No hemos tenido sensación de agobio. Tampoco nos ha parecido encontrar a personas con actitudes molestas con nosotros” afirma Christina, una retirada británica. Es una más entre la amalgama de visitantes que pasean en frente de tiendas como la de Pedro Monge, de zapatos hechos a mano. Él tiene su comercio en la calle lindante y además de esto es residente en el casco viejo. “Este abril y mayo no ha habido diferencia con respecto a los años anteriores a la pandemia. Cuando se juntan dos o tres cruceros es cuando todo se colapsa y creo que va en detrimento del turismo de calidad porque vienes aquí 15 días, ves este mogollón y te agobias” explica.
La estampa se repite ya estos días en múltiples puntos de España, segundo país más visitado del planeta y al que el turismo aporta el doce% del PIB. Parece una avanzadilla de lo que va a ser un verano de máximos. La Semana Santa se cerró con ocupaciones hoteleras superiores al noventa%, con unas tarifas disparadas y con los empresarios del ámbito asumiendo que los datos anteriores a la pandemia son ya una realidad. Y con los visitantes ha despertado un fenómeno que explotó hace por lo menos 6 años mas que la pandemia durmió: para unos se trata de la solicitud de poner coto a la actividad turística, para otros, de turismofobia.
“Ese término se utiliza como arma arrojadiza y una persona no es que tenga turismofobia, sino que tiene urbanofilia: defiende su espacio como algo de interés general y no quiere que lo mercantilicen”, asevera Macià Blàzquez, Catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universitat de les Illes Balears. Su colega de la Universitat de Girona y miembro del Instituto de Investigación en Turismo, José Antonio Donaire, acepta que el tema es relevante, mas avisa: “La crítica al turismo no genera no turismo y es paradójico que siendo todos turistas seamos turismófobos”. Y aporta un dato: “En verano hay el doble de barceloneses que salen de la ciudad de los turistas que entran. Es como una contradicción. Pero es necesario poner unos límites que todavía nadie ha fijado, y eso supone planificar, alcanzar acuerdos dentro de Europa y generar conciencia sobre cambios de hábitos”.
David Mar no oculta su hartazgo, con incesantes palabras malsonantes que decoran su alegato. “Lo que me revienta es la impunidad que tienen los turistas. Pueden hacer botellón, orinar en las puertas de las casas, poner música a tope… pero nunca se les multa”. Mar es vecino del último foco de tensión vecinal por la alta carga turística que padece Barcelona. Si hace 7 años el malestar se concentraba en la Barceloneta, hoy tiene el epicentro en otro flanco de la urbe, en una de las montañas donde se levanta un distrito obrero que, a pesar de estar al lado del Park Güell, jamás se ha favorecido del negocio del turismo. En dos mil once, se recobraron allá los viejos búnkeres del Carmel, un increíble mirador de la urbe donde en la Guerra Civil había baterías antiaéreas y años después se instalaron barracas, para justamente esponjar la presión turística sobre otros puntos de la urbe. Doce años después el sitio está al filo de la muerte de éxito y, tras manifestaciones vecinales, el mes pasado el Ayuntamiento decidió vallar el circuito e procurar limitar el acceso de automóviles, si bien los inconvenientes están lejos de desaparecer.
Su polémica ha coincidido con la del apogeo de los cruceros en la urbe o del discute sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat. Son inconvenientes afines a los de otras urbes, con las administraciones improvisando medidas cuando los inconvenientes de convivencia despiertan el cabreo vecinal. El Gobierno tirotear ha limitado a un máximo de 3 cruceros, y solo uno de ellos puede tener capacidad para más de cinco mil pasajeros, los que pueden parar en el Puerto de Palma día a día. Málaga ha empezado a suprimir esta semana cajas con claves en las que se guardaban las llaves de los pisos turísticos, un procedimiento fácil y eficiente para empresarios y clientes del servicio mas que se había transformado en un inconveniente por el hecho de que se colgaban en vallas, testeras, rejas o muros. Hasta el instante, eso sí, apenas se han eliminado doce frente a la imposibilidad legal de retirarlos de rejas o residencias, conforme fuentes municipales. Valencia, como han hecho otras urbes, ha puesto coto a los pisos turísticos, conforme el Ayuntamiento a pesar del escepticismo de los vecinos. Las medidas para mitigar las protestas, como los anuncios, no cesan y prueban que la existencia del inconveniente.
“¿Cómo quieres que no haya problemas si España ha duplicado la oferta de camas en 10 años y 1,4 millones de plazas son de apartamentos turísticos? Eso ha desplazado a los ciudadanos de los centros de ciudad y luego nos quejamos de que haya turismofobia”, apunta Jorge Marichal, presidente de la patronal hotelera Cehat, que asimismo demanda, por poner un ejemplo, el aumento de los cruceros en las urbes portuarias: ”Han doblado su capacidad y la infraestructura turística no ha crecido, es muy normal que haya disfunciones”.
Al turismo se le acusa de la expulsión de los residentes por el incremento exorbitante del coste de la residencia, de los cambios de oferta comercial de los distritos que deja a un lado a los vecinos, de la ocupación del espacio público y la reserva de espacios (como el cierre de circuitos) a su actividad. Pero ahora la aprensión al turismo se incrementa por el hecho de que tras la pandemia las ansias de salir de casa han acelerado la llegada de visitantes y, como inconveniente añadido, esta nueva punta de actividad se generará en pleno episodio de sequía. Incluso la campaña electoral ha acerbado el discute sobre turismo sí o no. “Se tienen que poner sobre la mesa temas controvertidos a la caza de votos controvertidos”, se lamenta Gabriel Jené, líder de una de las asociaciones comerciales del centro de Barcelona.
“En Málaga no hay turismofobia. No hay encontronazos con el turismo, ni incidentes. Solo hay quejas contra el modelo, cómo se implanta y las consecuencias que tiene para la ciudad”, asevera Alejandro Villén, de cuarenta y seis años y uno de los pocos vecinos que quedan ya en el casco histórico de la capital malagueña, donde hay ya más residencias turísticas —casi 5.000— que residentes —unos cuatro mil doscientos censados—. Villén, activista que demanda habitualmente de qué forma los visitantes se han apropiado del espacio urbano, ha anunciado estos días que se retira de la segregaría de la Asociación de Vecinos Centro Antiguo de Málaga tras padecer amenazas por la parte de hosteleros locales. “Quiero mejorar el barrio, pero no jugarme el pescuezo”, resalta el malagueño.
Elena Ridolfi, organizadora de Turismo Responsable y Sostenible en la Escuela Universitaria Hoteleria y Turismo, demanda inversiones para solucionar un inconveniente muy complejo “porque no sabemos hacia dónde se pueden desplazar los flujos, aunque se podrían hacer previsiones y regular los flujos de turistas”. Daniel Pardo, miembro de la Asamblea de Barrios por el Decrecimiento Turístico, solicita no buscar nuevos destinos. “Las políticas de descentralización extienden la problemática a nuevas áreas, son políticas de incremento turístico cuando lo que hay que hacer es reducirlo. Hay que dejar de fomentarlo con dinero público”.