No hay más que salir a la calle para intuir el movimiento de placas tectónicas que conforman la demografía y la economía mundial en las próximas décadas. Toparse con unos padres primerizos empieza a ser tarea ardua en los barrios más envejecidos de Madrid, Roma, Seúl o Tokio, donde los andadores y los bastones superan por mucho a los carritos de bebé. Y donde los vendedores de productos infantiles se las ven y se las desean para seguir adelante. La selección de ciudades no es arbitraria: los dos epicentros de este terremoto sin precedentes están en Europa del Sur y en el Asia rica. Sin embargo, la cuestión del envejecimiento es cada día más global. Y sus repercusiones económicas, de magnitudes difíciles de imaginar desde la comodidad adormecida del presente.
La humanidad se ha pasado casi dos siglos temiendo que los lúgubres postulados del economista y demógrafo británico Thomas Malthus se convirtiesen en realidad: que no hubiese alimentos suficientes para una población mundial en imparable trayectoria ascendente. Hoy, bien entrado el siglo XXI, parece claro que el mundo rico se enfrenta exactamente a lo contrario: a los retos de una sociedad que se hace mayor a marchas forzadas; en la que todos los esfuerzos por revivir la natalidad se están demostrando infructuosos, y en la que solo un factor, el aumento de la esperanza de vida, ha evitado que la población haya iniciado la trayectoria descendente. Todavía.
La sacudida es especialmente fuerte en España, en Italia, en Japón o en Corea del Sur, pero no solo: los países emergentes, cuyo sólido crecimiento de las últimas décadas ha tenido como principal mimbre la amplia disponibilidad de una fuerza de trabajo joven, abundante y barata, enfrenta ahora el síndrome de la pirámide poblacional invertida. Hasta China, avanzadilla del mundo del mañana y el país que durante más de tres décadas —hasta 2016— tuvo en vigor la política de un solo hijo por familia para frenar su explosión demográfica, ve las orejas al lobo. No solo es que la India le acabe de arrebatar el título de nación más poblada, tras más de un siglo en cabeza. Es que su máximo de habitantes queda ya atrás: se alcanzó el año pasado, mucho antes de lo previsto. Y con él se marchará, también, el modelo de bajos salarios que tantos réditos le ha dado.
La población mundial casi se ha cuadruplicado en las siete últimas décadas, hasta los actuales 8.000 millones de habitantes. Ese crecimiento seguirá en los próximos años, en gran medida —según los datos de Naciones Unidas— por el aumento de la esperanza de vida al nacer, que ya se sitúa en casi 73 años —en España, uno de los países más longevos del mundo, la cifra crece hasta los 83—. Pero el ritmo irá paulatinamente a menos, hasta alcanzar la fase más crítica en el tramo final de este siglo, cuando la curva empezará a doblegarse. Para entonces, el impacto sobre el PIB será palmario.
“El golpe económico será sustancial. Tanto como para rivalizar frente a otras megatendencias como el cambio climático o la inteligencia artificial”, sugiere Andrew Mason, profesor emérito de la Universidad de Hawái y experto en economía demográfica, que cifra el tajo sobre el crecimiento global de un punto porcentual: del 3,6% registrado entre 1950 y 2020 al 2,6% entre 2021 y 2060. “El crecimiento se reducirá en la medida en que la productividad no aumente y la población en edad de trabajar empiece a contraerse”, completa Berkay Özcan, profesor de Demografía Económica y Social de la London School of Economics (LSE), que apuesta por una manifestación de daños lenta, gradual. Lo que sigue es un esbozo somero de lo que está por venir:
Jubilaciones, mercado laboral y gasto sanitario: la madre de todas las batallas. El tetris que varios países europeos —entre ellos España— llevan enfrentando desde hace años llegará antes o después al resto del mundo: cómo garantizar unos ingresos razonables cuando se sale del mercado de trabajo por razones de edad. Un dilema que ofrece muy pocas salidas: subir los impuestos o aumentar la edad de jubilación.
“Hay que invertir más en el capital humano de los jóvenes, ampliar la tasa de participación femenina en el mercado de trabajo y retrasar la edad de jubilación”, asegura Karen Eggleston, investigadora de la Universidad de Stanford y del National Bureau of Economic Research (NBER) estadounidense. Las dos primeras recetas no solo son indoloras, sino que favorecerían a dos sectores de la sociedad tradicionalmente penalizados. La tercera, aunque imprescindible a ojos de la media docena de especialistas consultados, es mucho más difícil de llevar a cabo. Las protestas contra la reciente reforma de las pensiones de Emmanuel Macron son la mejor muestra de ello. Y una prueba más de la vigencia de aquella célebre sentencia del expresidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker: “Todos sabemos lo que tenemos que hacer, pero no cómo ganar las elecciones después”.
La gran trampa a la hora de afrontar este nuevo entorno es la brecha entre el corto plazo —en el que se desarrolla el grueso del debate público y de la actividad política— y el largo —en el que cristalizan las reformas que perduran—. Una dicotomía agravada por la propia composición del electorado: “Los mayores suelen prestar menos atención a la sostenibilidad y más al crecimiento económico cortoplacista”, resume Özcan, de la LSE.
Pero si algo preocupa al sociólogo Alberto Palloni, profesor emérito de la Universidad de Wisconsin-Madison, es el gasto sanitario. “Es, de largo, el mayor componente de los llamados costes del envejecimiento”, anota. “Un gran número de personas entrarán en edades en las que las enfermedades crónicas y los riesgos de discapacidad aumentan rápidamente, así que los países de renta media y alta tendrán que sufragar estos con más impuestos o desviando dinero de otras partidas”.
En este escenario inédito —no hay precedentes de un achicamiento de la población en tiempos libres de guerra, hambre o pestes—, “que las sociedades prosperen o tropiecen dependerá de su capacidad para anticiparse, adaptar su mercado de trabajo, su sanidad y su sistema de pensiones; no se puede culpar a las mujeres por la baja natalidad, avivar las guerras culturales o buscar chivos expiatorios”, avisa Eggleston. “Hay que atacar el problema con las dos armas que tenemos en este momento: subir la edad de jubilación y flexibilizar las políticas migratorias para que puedan venir más personas”, remata Timothy Kehoe, de la Universidad de Minnesota.
La inmigración: fundamental, pero no panacea. El único factor que está permitiendo atemperar la imparable curva del envejecimiento en los países ricos es la llegada de familias jóvenes en busca de una vida mejor. Este impulso, sin embargo, no puede resolver por sí solo todo el marasmo demográfico. “Por supuesto que ayuda: es, de hecho, el único canal de ajuste en el corto y medio plazo. Pero difícilmente podrá compensarlo del todo”, opina Uwe Sunde, profesor de la Universidad de Múnich y fellow del Instituto Federal de Investigaciones sobre la Población de Alemania.
A la larga, algunos trazos invitan a pensar en que cada vez será más difícil para Europa atraer talento. Antes o después, los países emisores también caerán bajo las garras del envejecimiento. Y, quizá más importante, cada vez más países —entre ellos, muchos emergentes— necesitarán más mano de obra: la competencia por los mejores perfiles laborales, hoy solo limitada por la miopía de la ultraderecha, dejará de ser una cuestión occidental para convertirse en un fenómeno global.
Hay, además, una razón para augurar que el potencial rejuvenecedor de la inmigración puede ser limitado: más pronto que tarde, recuerda Özcan, los recién llegados tienden a mimetizarse con los locales en lo que a número de hijos se refiere. Así que el efecto positivo sobre la natalidad total del país de destino se concentra, fundamentalmente, en la primera generación. Después se evapora.
Más allá del PIB. Visto con un mínimo de optimismo, cabría pensar que, aunque el tamaño total de las economías terminará por contraerse al son del envejecimiento y —sobre todo— de la merma demográfica, el PIB por habitante podría aguantar mejor el envite. Y que, de hecho, incluso podría crecer: aplicando el viejo símil de la tarta, estaríamos hablando de una tarta de parecido tamaño —o solo ligeramente más pequeña— a repartir entre menos comensales.
Mason, de la Universidad de Hawái, se atreve incluso a proyectar un impacto “favorable, aunque modesto” sobre el bienestar colectivo. El ahorro individual, argumenta, crecerá, iniciando un círculo virtuoso. “En los países con menor fertilidad, además, el gasto educativo por hijo ha alcanzado niveles muy altos. Y eso también se traduce en una mayor productividad y en una mejora de la calidad de vida”, sostiene el académico.
“Lo que está claro es que vamos a tener que acostumbrarnos a crecimientos positivos del producto por persona en edad de trabajar y a crecimientos cero, o incluso negativos, en valores absolutos”, expone Kehoe. Esta nueva realidad, recuerda, asoma el hocico en Japón desde hace más de una década, cuando la población empezó a caer, y nos obliga a “analizar todo en otras claves”, más allá del PIB. “No soy pesimista: simplemente vamos a tener que acostumbrarnos a un menor crecimiento en términos absolutos. Y a no verlo con pánico”.
El debate está servido. “Es muy improbable que eso [el desacoplamiento entre PIB total y PIB por habitante] suceda”, argumenta Özcan, de la LSE. “Y, de ocurrir, no significaría nada: la renta per capita no es un buen indicador del bienestar”. En última instancia, recuerda, solo un aumento de la productividad puede dar la vuelta a las tornas.
La salida del laberinto: automatización ¿e inteligencia artificial? En el largo plazo solo hay dos formas de hacer funcionar el engranaje de una economía: que crezca la población o la productividad. Cuando la primera vía quede anulada —para más precisión, la ONU calcula que el mundo empezará a perder habitantes en 2086—, solo quedará la segunda. Que es, de hecho, la única que de verdad permite una mejora sostenida de las condiciones materiales de vida.
La lectura pesimista es que, pese al impulso tecnológico, la productividad lleva años creciendo a un ritmo menor de lo previsto: “La era de los ordenadores se puede ver en todas partes menos en las estadísticas de productividad”, decía hace ya más de tres décadas el Nobel Robert Solow, ilustrando una tendencia que no ha cambiado desde entonces.
La optimista es que hay varios elementos que permiten pensar en una pronta mejora. La escasez de mano de obra en los países ricos está acelerando la automatización. La robotización sigue y seguirá ganando terreno. Y la inteligencia artificial, hoy en boca de todos, promete una vuelta de tuerca a la madre del cordero de la economía: cómo hacer más con menos.
“Habrá un impulso de la automatización y la innovación, lo que se dejará sentir en la productividad”, confía Sunde, de la Universidad de Múnich. Las propias tendencias demográficas, sin embargo, reman en contra: cuanto más mayores somos, menos innovamos. “Quienes crean empresas suelen tener entre 30 y 45 años, así que los economistas tenemos argumentos sólidos para temer un sistema más estático”, subraya el profesor Kehoe.
El impulso educativo se antoja fundamental. “Los países en fase de envejecimiento no pueden permitirse que parte de los jóvenes estén desempleados o subempleados, o que no tengan las habilidades que necesita el mercado laboral”, avisa Sunde.
La paradoja emergente: ser viejo sin antes ser rico. El lado próspero del mundo, aunque minoritario, tiene una tendencia natural al análisis lineal: a mirarse el ombligo y obviar lo que ocurre fuera. En cuestiones demográficas, el error es doble: “El envejecimiento de los países de altos ingresos es y será diferente que el de los países de ingresos medios y bajos. Son historias completamente distintas”, avisa Palloni.
Aunque de forma más gradual y tardía, sin embargo, el mundo emergente también está inexorablemente abocado a asomarse al balcón del nuevo orden demográfico. Con un añadido: el de tener una población envejecida sin antes haberse convertido en economías avanzadas. “No hay precedentes de nada similar y me preocupa, incluso, más que Europa: no estamos mirando a China ni a India, y es donde más problemas puede haber”, desliza Kehoe. El mejor ejemplo, dice, es Pekín: “Su modelo de bajos salarios ha funcionado bien durante 50 años gracias a la emigración interna, del campo a la ciudad. Pero no está claro que vaya a hacerlo a partir de ahora, con la población envejeciendo y contrayéndose”.
África: una pirámide como oportunidad. La contracara del declive demográfico de Occidente, buena parte de Asia e incluso de América Latina, África —el continente más joven del mundo—, tiene una ocasión de oro para subirse a un tren, el del desarrollo, que se le resiste desde tiempos inmemoriales. “El rápido aumento de su fuerza laboral puede alimentar el crecimiento, sobre todo a la luz de las dinámicas demográficas en el resto del mundo”, sostiene Mason.
El continente africano será el único recodo del mundo donde la pirámide poblacional tendrá una estructura reconocible, no invertida. Y en la que el bono demográfico seguirá siendo una realidad en los próximos años. “Intentar construir una economía mundial próspera sin invertir allí equivaldría a intentar impulsar la revolución tecnológica de los años dos mil sin contar con Silicon Valley. Estarían desperdiciando el futuro”, sintetizaba recientemente, en Forbes Hispano, Melinda French Gates. Con todo, Sunde apela a la prudencia: “La debilidad de sus instituciones puede hacer que estas oportunidades no se acaben materializando y que los dividendos de la demografía acaben siendo menores de lo previsto”.
Japón, laboratorio de ancianos
INMA BONET, Pekín
Casi la mitad de los países del mundo no tienen niños suficientes para mantener el tamaño de sus poblaciones. Y uno en concreto se ha convertido en el laboratorio del que el resto podrá extraer lecciones sobre el impacto económico de este fenómeno: Japón.
La población japonesa lleva contrayéndose 12 años consecutivos, según datos oficiales. La nación del sol naciente se enfrenta, además, a un reto de envejecimiento sin precedentes que añade incertidumbre al futuro de su economía, la tercera más grande del planeta, por detrás de la de EE UU y China. La sociedad nipona es la segunda más anciana, solo superada por la del pequeño principado de Mónaco. El Banco Mundial estima que el 30% de los japoneses son mayores de 65 años y que, para el año 2030, uno de cada tres tendrá más de 65 años, y uno de cada cinco, más de 75.
Esta crisis demográfica es consecuencia, por un lado, del aumento de la esperanza de vida (hace medio siglo rondaba los 72 años de media, y en 2021, los 84) y, por otro, de la tendencia a la baja en el número de nacimientos. Desde mediados de la década de 1970, la tasa de fecundidad ha sido incapaz de mantenerse por encima del nivel de reemplazo (fijado en 2,1 hijos por mujer en edad fértil) y en 2022 se desplomó a un mínimo histórico de 1,26, de acuerdo con el Ministerio de Salud.
Con el objetivo de “abordar con la máxima prioridad” esta “crisis existencial”, el primer ministro, Fumio Kishida, se ha comprometido a aumentar el presupuesto de las políticas de atención a la infancia en unos 3,5 billones de yenes (22.358 millones de euros) anuales durante los próximos tres años.
Shiro Armstrong, doctor en Economía y director del Centro de Investigación Australia-Japón de la Universidad Nacional de Australiana, reconoce que los subsidios “pueden ayudar”, pero apunta que la clave está en que “las mujeres no tengan que elegir entre tener hijos o una carrera”. Japón ocupa la posición número 125 de 146 (la más baja de toda Asia Oriental y el Pacífico) en el informe de 2023 sobre la brecha de género del FMI. Si bien el 64% de las japonesas trabajan, la mayoría lo hacen a tiempo parcial.
Otra solución, en su opinión, es reducir las barreras a la inmigración: “En 2019 se aprobaron nuevos tipos de visados para abrirse al mundo gradualmente; hay que continuar en esa línea”. La proporción de residentes extranjeros en Japón en 2020 fue del 2,2%, pero se espera que aumente hasta el 10,8% en 2070. “No se trata de una cuestión solo de despoblación; es que no hay gente suficiente para tomar las riendas de pequeños y medianos negocios”, destaca Armstrong.
“El envejecimiento es el problema real”, enfatiza. Japón tiene cifras de productividad equiparables a las de EE UU, según datos de Trading Economics, “pero conforme la tasa de dependencia aumente, la productividad se verá afectada”, señala Armstrong. El primer golpe lo han recibido las industrias más grandes, como la automotriz y la electrónica, que están perdiendo la mano de obra necesaria para continuar con el ritmo de producción actual. Esa desproporción entre jubilados y nuevos contratados presenta una amenaza a largo plazo para la posición de liderazgo económico y tecnológico del que goza Japón. De hecho, el FMI alerta de que el PIB japonés se reducirá un 1% anual durante los próximos 30 años debido a cuestiones puramente demográficas.
“Los japoneses están muy preocupados por sus pensiones”, afirma Armstrong, “pero no están dispuestos a hacer concesiones”, agrega. En 2020, el gasto público en pensiones fue del 9,7% del PIB, dos puntos por encima de la media de la OCDE, y se calcula que alcanzará el 12,1% en 2030. La financiación del gasto público añade presión a las autoridades; al cierre del último año fiscal (2022), la deuda nacional había alcanzado el 263% del PIB, la más alta de cualquier nación desarrollada. El Ministerio de Sanidad, Trabajo y Bienestar planea para 2024, entre otras reformas, ampliar el periodo de cotización de los 40 años actuales a 45.
Armstrong opina que se requiere de “un gran cambio social” para estabilizar la población activa, “ya que es imposible revertir la tendencia a la baja de la natalidad”. La tecnología, la inteligencia artificial y la automatización “están ayudando a ello”, apostilla.
La bonanza mexicana se agota
KARINA SUÁREZ, México
La ventaja demográfica de México se está agotando. La segunda economía de América Latina, con más de 126 millones de habitantes, aún puede presumir de que más del 66,3% de su población, unos 83,6 millones de habitantes, se encuentran en edad productiva, es decir, entre los 15 y 64 años. Sin embargo, tanto los pronósticos oficiales como aquellos elaborados por analistas independientes coinciden en que este porcentaje entrará en declive por un proceso paulatino de envejecimiento poblacional a partir de 2030.
Hasta ahora, México ha gozado de un crecimiento sostenido de su población y, por ende, de una mayor cantidad de personas en edad de trabajar respecto al grupo dependiente, aquellos que están fuera del mercado laboral porque son muy jóvenes o muy viejos. Los vientos demográficos favorables comenzaron en 1970. Sin embargo, el segmento de la población anciana va en ascenso: el índice de envejecimiento —número de personas mayores de 60 años por cada 100 niños y jóvenes— pasó del 26,4% en 2005 al 47,7% en 2020, de acuerdo con las cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
¿Cuándo terminará en México su ventaja demográfica? Varios expertos coinciden en que la venta de oportunidad del llamado bono demográfico se está agotando y México no ha hecho lo necesario para aprovechar en su totalidad el empuje de una población con capacidad de trabajar, producir, ahorrar e invertir.
Rodolfo de la Torre, director de movilidad social del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), explica que el alto nivel de informalidad en México resume bien la situación. “Sí, está absorbiéndose esta mano de obra, pero no con el máximo potencial posible. ¿Qué quiere decir esto? Que se incorpora cada vez más mano de obra, pero cada trabajador, en lugar de tener la mayor producción posible, se enfrenta a bajos niveles salariales y de productividad”, señala.
Hasta mayo, la población laboral informal en México rebasó la cifra de 32,1 millones de personas y la tasa de informalidad laboral fue del 55,2% de la población ocupada, según la más reciente Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo. De la Torre prevé que al país aún le restan entre 15 a 20 años de bono demográfico; no obstante, advierte de que el horizonte ya muestra un descenso en la tendencia, y eso significa que el margen para generar políticas públicas a favor de este fenómeno demográfico será limitado. Entre los cambios que, en su opinión, son prioritarios está la universalización de la seguridad social. Una meta que varios gobiernos han intentado cristalizar, pero que no han fructificado. El especialista apunta que para lograr el acceso de sanidad a los más de 126 millones de mexicanos se requiere que este derecho sea financiado mediante los impuestos generales y no a través de las contribuciones obrero-patronales como ocurre ahora, una vía que a su parecer desincentiva el empleo formal.
“En el caso de México, nosotros somos todavía exportadores de mano de obra a través de los migrantes, pero llegará un momento en donde el crecimiento de nuestra población ya no será tan alto y ya no habrá tantos jóvenes que salgan del país. Entonces tendremos que mirarnos en el espejo de los países europeos, preguntarnos quién va a pagar todos los gastos de pensiones, de salud, y ahí no está claro, no se ha hecho una reforma fiscal que pueda dar viabilidad a estos gastos hacia futuro”, zanja De la Torre.
La investigadora Mónica Orozco hace hincapié en que el llamado bono demográfico mexicano está por convertirse en un pagaré demográfico con más costes que beneficios, dado el elevado riesgo de un alto coste en las pensiones, de la reducción de la población económicamente activa y del incremento exponencial en los cuidados para los adultos mayores de 60 años. “Ya vamos muy tarde, pero aún hay margen de maniobra, sobre todo a partir de fortalecer la economía del cuidado. La meta inmediata que ya está aquí, a la vuelta, es que el próximo gobierno va a tener que rendir cuentas en la Agenda 2030, sobre los objetivos de desarrollo sostenible, y algunos de estos temas están directamente relacionados con el bono demográfico, como son educación y trabajo digno e igualdad de género”, apunta Orozco.