La gobernanza económica, entendida esta como la capacidad de las políticas públicas para acompañar las transformaciones del sistema productivo, es seguramente el primordial reto de nuestros tiempos. En el caso de España, la trayectoria de la economía es positiva con relación a otras, a juzgar por diferentes indicadores de coyuntura, consistentes con un ligero desarrollo, cuando ciertos asociados comunitarios más expuestos a los shocks bordean la recesión. Pero sería equivocado finalizar que el viento de cola puede durar sin nuevos acuerdos en torno al papel del Estado en el presente contexto disruptivo.
Hoy por hoy el impulso procede de dos factores transitorios. En primer sitio, la competitividad –factor clave del apogeo de nuestras exportaciones y del sólido superávit externo que predomina a pesar de la sucesión de alteraciones globales— depende en extremo de los costos laborales. La moderación salarial ha sido la tónica de esta última década, y la disponibilidad de fuentes de energía renovables ha aportado un plus. Desde dos mil diez, los costos laborales unitarios se han aumentado un quince% en euros corrientes, esto es, 9 puntos porcentuales bajo la media europea. No obstante, esto es poco relevante para acometer las adaptaciones productivas y la reasignación de recursos precisas para efectuar la transición digital y energética. Porque la clave se encuentra en fortalecer la capacidad productiva, y ahí es exactamente donde tenemos un inconveniente, con una inversión que no responde a las esperanzas. Desde dos mil diez, el gasto en equipamiento se ha elevado un once% (en términos incesantes, descontado la inflación), justo la mitad de la media europea.
El ámbito automotriz es un caso paradigmático de la inviabilidad de competir con sueldos atractivos, sin amoldar las cadenas productivas cara el vehículo eléctrico. Según los datos del ámbito, la producción de este segmento del mercado medra mucho menos que la demanda, patentizando el camino que queda por recorrer.
El segundo factor de resistencia, a saber la política fiscal, se halla en situación aún más precaria. Esta política ha ejercido un papel de estabilizador automático, resguardando el tejido productivo frente a las crisis de estos últimos años, y asegurando una cierta cohesión social, como en el caso de la reforma laboral o de la indiciación de las pensiones con la inflación. Todo ello, no obstante, solo ha sido posible en la era, ya extinta, de exuberancia monetaria. Ahora que las condiciones de financiación del Estado se han embrutecido, al compás de la subida de géneros de interés y la desinversión progresiva del BCE del mercado de deuda, no queda margen para maniobrar para aceptar nuevas compensaciones que no hallen una contraparte del lado de los ingresos públicos.
Además de contar con un espacio de acción coyuntural, el Estado debe aceptar un papel proactivo o estratégico, con capacidad para encarar los cambios estructurales. Para eso están los fondos europeos, siempre que sirvan para convertir el tejido productivo. Cuantitativamente, la ejecución de estos fondos semeja avanzar. Las administraciones centrales, por servirnos de un ejemplo, han comprometido prácticamente la totalidad de los recursos pagados por Bruselas. Pero por el momento los resultados no se reflejan ni en la productividad, ni en la inversión productiva, en retroceso con relación al nivel prepandemia (en términos del conjunto de la economía).
Aquí, como en otros campos de la política fiscal, convendría inspirarse de las experiencias de países de estructura federal que condicionan las trasferencias entre entes administrativos a los resultados. Instrumentos como la evaluación sistemática de los grandes programas de gasto y de beneficios fiscales que menguan la colecta, las trasferencias en bloque y el despliegue de recursos o quitas parciales de deuda en función de su impacto, pueden ser útiles al respecto.
En suma, la economía dispone de mimbres para proseguir medrando en un corto plazo. Pero el impulso solo puede mantenerse con un enfoque renovado del Estado, incluyendo el replanteamiento de la eficacia de los instrumentos de acción, mientras que dismuyen los desequilibrios presupuestarios.
Salarios
Tras un principios de año marcado por las compensaciones puntuales de poder adquisitivo, los aumentos salariales se moderan. Según los datos de grandes empresas difundidos por la Agencia Tributaria, la retribución media por asalariado se acrecentó un cinco con uno% en el tercer trimestre (en términos interanuales), frente al cinco con ocho% en el primer trimestre y cinco con siete% en el segundo. Asimismo, la información libre de sueldos pactados en convenios colectivos apunta a una leve desaceleración: el aumento de los nuevos convenios hasta octubre fue del cuatro con dos%, prácticamente medio punto menos que en el primer semestre.
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