El coste del gas retorna a su banda frecuente de variación antes que la invasión rusa de Ucrania hiciera saltar todo por los aires. El mercado TTF holandés, el que sirve de referencia en Europa, se ha instalado en los últimos días bajo el umbral de treinta euros por megavatio hora (MWh) por vez primera en año y medio, una caída que tiene múltiples implicaciones: rebaja la presión inflacionaria en un instante en que el IPC se ha transformado en indicador económico de primera importancia, deja completar los depósitos para el próximo invierno a unos costes considerablemente más asumibles y allana el camino a fin de que la UE y —en general— Occidente corten amarras claramente con el gas natural licuefactado (GNL, el que llega por mar) de origen ruso.

Los Veintisiete llevan meses haciendo equilibrios entre lo que les solicita el cuerpo —romper totalmente con Rusia, como ya han hecho en otros ámbitos— y eludir pegarse un tiro en el pie con medidas que puedan complicar su ya de por sí complicada matriz de suministro. El crudo ruso, como los derivados del petróleo proveniente de ese país, llevan meses vetados en suelo comunitario, que ha aumentado las compras a otros distribuidores para rellenar ese hueco. En el caso del gas, no obstante, la precaución se ha impuesto. Si las llegadas por cilindro son hoy mínimas es por resolución unilateral de Moscú: si por Europa fuera, el gas proseguiría fluyendo bajo tierra. Tampoco en el caso del gas que llega por navío los asociados comunitarios se han audaz a recortar por lo sano con Rusia, uno de los grandes exportadores a escala mundial.

La incesante bajada de costes, no obstante, es un impulso argumental para las crecientes voces que solicitan parar de comprar GNL ruso. Lo es por el hecho de que, en último término, los costes son leal reflejo de la tensión o distensión del mercado: de cuánta oferta hay libre y de si esta es o no suficiente para cubrir la demanda. Y, de alguna forma, asimismo es un termómetro sobre de qué forma van a estar las cosas en unos meses, cuando el invierno toque nuevamente a la puerta y el gas sea de nuevo el comburente rey en las calefacciones europeas. Cuando los costes bajan, lo hacen por el hecho de que los operadores descuentan menos inconvenientes de abastecimiento tanto en el presente como en el futuro.

Una de las primeras voces oficiales en verbalizar que el fin de las compras de GNL ruso es solo cuestión de tiempo ha sido la vicepresidenta tercera de España y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, que la semana pasada dejó caer que la UE prohibiría la importación de este producto “más pronto que tarde”. “Si queremos ser coherentes, tenemos que decir que no vamos a aceptar más GNL ruso. Nos sentiríamos mucho más cómodos en ese escenario”, resaltó en una entrevista con la agencia Reuters. “A medida que pase el tiempo, cada vez será más fácil adoptar esta decisión”. En las últimas semanas se había especulado con la opción de que el G7 incluyera este tema en el apretado orden del día de la cima de Hiroshima, mas por último no fue así.

A finales de marzo, tras conocerse los altos volúmenes de GNL procedentes del gigante euroasiático —en dos mil veintidos estas importaciones se duplicaron, hasta superar los cincuenta y seis gigavatios hora (GWh)—, la propia Ribera ya urgió a las energéticas españolas a parar de importar gas ruso. Días después, las autoridades comunitarias comenzaron a buscar opciones legales para hacerlo posible. Pero no va a ser fácil: el inconveniente es que esos contratos —como el de Naturgy con Yamal LNG, el mayor de los que implican a España y Rusia— son plurianuales y fuerzan al comprador a abonar el gas lo reciba o no, por lo que su rotura acarrearía unas pérdidas esenciales para las compañías europeas. Además, en contraste al gas que Rusia vende por cilindro, cuyos ingresos van íntegramente a las cuentas de Gazprom y —por tanto— del Kremlin, Yamal LNG es un consorcio dirigido por la gasista privada rusa Novatek (cincuenta%) y en el que asimismo participan la francesa TotalEnergies (veinte%), la china CNPC (veinte%) y el fondo Silk Road Fund, asimismo chino (veinte%).

“Ahora mismo, Europa está recibiendo alrededor de 20 bcm [millardos de metros cúbicos] de GNL ruso y otros 20 por tubo, cuando antes entraban un total de 170 bcm: 20 y 150, respectivamente”, calcula Javier Revuelta, especialista de la asesora energética Afry. “El nivel llenado de almacenamientos estacionales está muy bien, en niveles récord, pero Europa seguirá necesitando entregas permanentes de GNL, sobre todo para la industria, y sigue sin haber disponibilidad suficiente como para cubrir toda la demanda posible”. Aunque la situación es “más cómoda de lo que se esperaba hace unos meses”, el “déficit estructural” europeo —avisa— “no se va a cerrar hasta 2026 o 2027 y el invierno que viene seguiremos pugnando por el gas con otros países. No es una situación para lanzar las campanas al vuelo”.

Cuando la desconexión europea del GNL ruso sea un hecho, lo más probable es que se genere una triangulación afín a la acaecida con la gasolina y, sobre todo, con el diésel: el gas de Yamal (en el ártico ruso) que ya antes llegaba a Europa irá a parar a terceros países que no se andan con remilgos en el momento de adquirir energía al gigante euroasiático y los metaneros que iban a esos destinos terminarán en el Viejo Continente.

Cambiar de destino sobre la marcha no va a ser problema: hace unos años que los océanos se transformaron en algo como un bazar en el que el mejor pujador se termina llevando el gas que viaja en un navío con independencia de lo cerca que esté de su destino final. Todo, claro, a costa de un costo mayor, tanto económico como de emisiones, por las distancias más largas que deben recorrer. “Si Europa decide no comprar GNL, la situación no cambiaría mucho por redistribución de los flujos: el gas ruso lo comprarán otros y, a cambio, llegarán a Europa barcos desde países más lejanos”, zanja Revuelta.

75% de descuento

Lee sin límites