Muerto el petróleo, viva la energía eólica. El mar del Norte, modesto en tamaño mas enorme en relevancia económica y que baña las costas de la Europa rica, está inmerso en una transición acelerada cara su segunda vida energética. El crudo y el gas, que en los años setenta, ochenta y noventa lanzaron las ya de por sí fértiles economías de Dinamarca, Países Bajos, el Reino Unido y —sobre todo— de Noruega, tienen más historia que presente. Ahora, el futuro no está bajo el agua, sino más bien sobre ella: discurre al son del viento. Y del éxito que tengan en esa apuesta sin precedentes depende, en buena medida, la fortuna de los Veintisiete para conseguir sus objetivos de descarbonización y autonomía energética.

Digan lo que afirmen los patrocinadores del crudo y el gas, dirigidos por las compañías cuyo negocio aún depende de la exploración y producción, estos comburentes van a ser más fósiles que jamás mucho ya antes de lo que muchos pueden —o quieren— imaginar. El planeta de la energía está mutando a pasos de gigante, más extensos si cabe desde la invasión rusa de Ucrania, que ha exhibido con su crueldad los peligros de depender de unos recursos sobre los que Europa no tiene ningún control. Y Dinamarca, un pequeño —apenas 6 millones de habitantes (poco más que la Comunidad Valenciana) y menos de cuarenta y tres quilómetros cuadrados (poco más que Extremadura)— y próspero país —67.000 euros de renta por cabeza, más del triple que España—, se ha transformado en testigo de salvedad de este viraje acelerado y sin retorno. Del negro al verde. Del pasado al futuro.

Un buque autoelevable, diseñado para poder transportar palas y turbinas eólicas, atracado en el puerto de Esbjerg (Dinamarca). A la izquierda, una de estas estructuras.
Un navío autoelevable, desarrollado para poder transportar zapas y turbinas eólicas, atracado en el puerto de Esbjerg (Dinamarca). A la izquierda, una de estas estructuras.Ignacio Fariza

“Queremos ser una gran fuente de electricidad verde para toda Europa”, aquilataba Dan Jørgensen, por aquel entonces titular danés de Energía, en los primeros acompases de la crisis abierta por Vladímir Putin. Solo dos décadas tras la inauguración de su primer parque eólico marino, por aquel entonces una extrañeza, la nación que lidera, así como sus vecinas Suecia y Noruega, la concienciación ciudadana con la cuestión climática —en las encuestas, el calentamiento global figura recurrentemente en lo más alto de las preocupaciones ciudadanas— tiene claro que ha llegado el instante de dar un paso al frente. No solo sirve con verdecer su matriz de generación: el propósito final es ser la enorme pila de la UE, un estatus con el que solo va a poder rivalizar la península Ibérica, bendecida por el sol.

Los planes daneses son de una magnitud bastante difícil de imaginar desde la perspectiva de España, donde la orografía —aguas muy profundas a poca distancia de la costa— impide la fijación de molinos en el lecho marino. Aquí, este inconveniente no existe: en el mar del Norte la profundidad es pequeña y las ráfagas de vientos, potentes y prolongadas. El medio de proliferación idóneo para el florecimiento de una tecnología que aún no ha alcanzado su madurez mas que ya lanza producciones más que notables. Y que, sobre todo, está aún en los comienzos de lo que será: la plan de actuación del país pasa por multiplicar por tres la capacidad instalada de acá a dos mil treinta.

Para finales de la presente década, la generación de la eólica marina superará ya en un cuarenta% la demanda de electricidad, que ya va a ser íntegramente renovable. Lo excedente se va a vender al resto de Europa: a un paso de Alemania —de largo, el mayor consumidor de los Veintisiete—, de Países Bajos y de Bélgica, las posibilidades para echar un capote a sus asociados y de hacer negocio con todo ese sobrante son simplemente enormes. En dos mil cincuenta los aerogeneradores del mar del Norte alcanzarán su cenit, no solo en Dinamarca: los 8 países de la UE con acceso a él, así como el Reino Unido, van a tener instalados trescientos gigavatios (GW), suficiente para cubrir las necesidades de —atención— trescientos millones de hogares.

Aunque gris, insípido y distanciado de cualquier concesión estética, el puerto de Esbjerg, 3 horas de tren al oeste de la Copenhague, es de las mejores estampas posibles del cambio de paradigma energético y económico al que está asistiendo el continente. Sus muelles, consagrados a la pesca desde tiempos inmemoriales, pasaron entonces a estar dominados por los navíos auxiliares de las plataformas petroleras y gasistas. Hoy —como pudo revisar esta semana Forbes Hispano, en una visita organizada por la Comisión Europea— el trasiego es absolutamente distinto: lo que transporta la enorme mayoría de navíos es material para las decenas y decenas de estructuras eólicas en construcción unos quilómetros mar adentro.

A escasos metros de los muelles, decenas y decenas de zapas y aerogeneradores yacen en el suelo, listos para ser instalados. Y un tanto más al interior, se levantan enormes guardes y centros de trabajo de un buen número de empresas de manera estrecha vinculadas con la eólica marina. Ahí están los fabricantes de generadores Vestas (danés) y Siemens Gamesa (de origen de España, si bien hoy en manos alemanas); la firma de ingeniería Semco Maritime, un nombre históricamente vinculado al crudo mas que ahora ve más negocio en esta industria naciente; o la mayor eléctrica escandinava, la sueca estatal Vattenfall. Todos son siendo conscientes del tamaño del pastel que está por cortarse en el futuro próximo. Y ninguno desea salir de la celebración sin su pedazo.

Palas de molinos eólicos, listas para su instalación en las.
Palas de molinos eólicos, listas para su instalación en las.Ignacio Fariza

Paul Erik Jacobsen, ya en la sesentena, fortachón, ojos azules y semblante marinero, debió dejar su trabajo en Maersk Oil (hoy TotalEnergies) hace algo más de un quinquenio, cuando el ámbito fósil danés ya había comenzado su implacable descenso. Gran conocedor del puerto de Esbjerg y sus detalles, halló su sitio del otro lado de la barrera poco a poco más porosa entre lo fósil y lo renovable. “Para mí, supone trabajar en algo con futuro”, desliza con el eco de fondo de la gigantesca nave industrial en la que hoy es el jefe. Su reconversión laboral no es ni muchísimo menos única: si hace medio siglo eran los pescadores los que se reciclaban para poder trabajar en la entonces deslumbrante industria petrolera, hoy son los empleados de aquella los que recorren de la energía sucia a la limpia. Es la versión de cuello azul de una tendencia que asimismo lleva años sucediéndose entre los grandes ingenieros del planeta energético.

Todas las fuentes de energía son pocas para lo que Europa precisará en el futuro próximo. El torbellino combinado de la urgencia climática y la invasión rusa de Ucrania deja a las claras que el Viejo Continente precisa deambular, a toda velocidad, a una matriz energética absolutamente diferente de la actual desde el comienzo de los tiempos: libre de emisiones y extraña al siempre y en toda circunstancia turbulento panorama geopolítico internacional.

El gas natural y, sobre todo, el lignito deberán salir aceleradamente de la matriz eléctrica para reducir la aún pesada carga de las emisiones. El parque automovilístico de los Veintisiete pronto irá a pilas: en dos mil treinta y cinco ya no se van a poder vender turismos de combustión. Todos los procesos que se puedan electrizar, van a dejar de digerir calorías para ingerir electrones. Y, por más que la eficacia y el desacoplamiento entre desarrollo económico y consumo energético puedan mitigar esta tendencia, el continente precisará considerablemente más teravatios hora para cubrir sus necesidades. La salida a ese aparente laberinto está en el sol de la península Ibérica y en el viento del mar del Norte.

Dinamarca se adelanta al futuro con dos islas energéticas

Todo el plan para nutrir de energía al Viejo Continente desde el mar del Norte tiene un poderoso retrogusto futurista. Ese aroma, no obstante, toma un viso singular en un punto: el de la creación de islas energéticas. Discretamente, en plena pandemia, cuando el virus monopolizaba la atención de todo el planeta, el Parlamento danés aprobó la creación de dos islas energéticas desde las que evacuar la energía generada por los parques eólicos marinos. Fue prácticamente a la búlgara, con menos de doce de votos en contra sobre un total de 179: acá sí hay cuestiones de Estado, y esta es una de ellas. Si nada se tuerce, los dos asentamientos energéticos comenzarán a ser realidad a fines de esta década.

El primero de ellos se asentará sobre la isla natural de Bornholm (cuarenta.000 habitantes), en el mar Báltico, y dejará dar salida de forma eficaz a toda la producción de los aerogeneradores en dirección al resto de Dinamarca y, asimismo, a las costas alemanas bañadas por esas aguas. La segunda es aún más ambiciosa: se trata de crear una isla artificial de la nada, unos cien quilómetros al oeste de la península de Jutlandia, en pleno mar del Norte. El diseño de esta última es aún una incógnita, mas fuentes próximas al proyecto deslizan que lo más probable es que se edifique a imagen y similitud de las plataformas petrolíferas actuales: mucho metal y pragmatismo por encima de todo. “No será de arena fina: su objetivo será transportar energía de forma eficiente”, apuntan.

A corto plazo, ambas islas centralizarán los centenares de kilómetros de cable desde los parques eólicos en alta mar para luego evacuarlo en una sola línea hacia su destino. A largo, ya en la década de 2030, deberían incluso albergar electrolizadores para generar hidrógeno verde y combustibles verdes in situ. “Su lógica radica, sobre todo, en reducir la distancia entre los aerogeneradores y la costa danesa”, afirma a Forbes Hispano Hanne Storm Edlefsen, vicepresidenta del gestor de la red eléctrica danesa, Energinet, de titularidad 100% pública. “Cuanto más lejos están y más potencia instalada hay, más sentido tiene. La idea encaja perfectamente en nuestra ambición de convertir a Dinamarca en uno de los grandes hubs energéticos de Europa: tenemos mucho viento, y eso nos permitirá generar electricidad muy barata”.

Aunque pioneras, las danesas no serán las únicas islas energéticas en Europa. Alemania —que participa en la financiación del proyecto de su vecina del norte, sabedora de que será uno de sus principales beneficiarios— también tiene planes en el mismo sentido. Igual que Países Bajos y Bélgica. La meta, dicen, sería encadenar todas y cada una ellas con un entramado de cables que operaría como una suerte de interconexión paralela a cientos quilómetros de la costa y que facilitaría —mucho— el trasiego bidireccional de electrones. “Cuanto más interconectados estemos, mejor para todos: menores precios pagarán los consumidores y más generación renovable podremos integrar”, cierra Edlefsen. Bien lo saben —para mal— España y Portugal, dos países eternamente desenganchados del resto del continente en el plano energético.

Mercedes Cruz Ocaña