EiDF, empresa de instalaciones solares fotovoltaicas, perdió entre el lunes y el martes de la semana pasada 1.500 millones de euros de capitalización bursátil. La tierra tembló bajo los pies de la firma pontevedresa que había sido la estrella del BME Growth, el mercado donde cotizan los valores emergentes, cuando la CNMV dio a conocer parte de un informe realizado por Deloitte que hablaba de posibles modificaciones contables y falseamiento de documentos. Las evidencias sentaron como una bomba cuando, después de cuatro meses sin cotizar por no presentar el informe de cuentas auditado, la compañía regresó al parqué. Como este hay decenas de ejemplos parecidos, de empresas que sucumbieron en días u horas tras haber tocado el cielo de la Bolsa.
Ya no digamos casos que se demostraron fraudulentos, como le ocurrió a Theranos, la start-up norteamericana de tecnología sanitaria que Elizabeth Holmes fundó en 2003 y que llegó a valer 9.000 millones de dólares en su punto más alto. Dejó de operar en 2018 acusada de fraude masivo. Dos años después le sucedió algo parecido a la alemana Wirecard, una firma de tecnología que emitía tarjetas y gestionaba riesgos de casi 300.000 clientes y cuyo servicio Wirecard competía con PayPal. Admitió que su contabilidad “podía ser incorrecta”. Lo siguiente que ocurrió fue la quiebra y la detención de su consejero delegado por inflar las ventas artificialmente.
No es solo cosa de principiantes. A principios de este año, Americanas, una red de tiendas de toda la vida con 1.700 establecimientos repartidos por Brasil, saltó por los aires cuando su recién nombrado consejero delegado detectó “inconsistencias contables” por valor de 20.000 millones de reales (3.800 millones de dólares). En la India siguen investigando a Adani Group, del multimillonario Gautam Adani. El 24 de enero pasado, una empresa de inversión de EE UU llamada Hindenburg Research acusaba al conglomerado, en un demoledor documento de 100 páginas, de haber cometido durante décadas fraude contable y de haber manipulado el precio de las cotizaciones de sus filiales. Sus acciones sufrieron caídas históricas.
Más allá de estos llamativos relatos, miles de empresas abusan del maquillaje contable en lo que sigue siendo un problema global que se complica cuando más alambicadas son las estructuras corporativas. ¿Cómo se pueden proteger los inversores? ¿cómo lo controlan los supervisores? ¿cómo lo frenan las auditoras? Una mezcla de políticas podría ser la solución para contener los desmanes, empezando por una mejor y más estricta gobernanza dentro de las compañías. Canales de denuncia internos y robustos, autoridades más vigilantes, consejos de administración inquisitivos con los gestores, inversores minoristas con mayor capacidad para actuar y una sociedad que penalizase esos excesos contribuirían, según los expertos, a reducir el penoso recuento de desastres financieros.
La Asociación de Examinadores de Fraude Certificados (ACFE), que se autodefine como la mayor organización antifraude en el mundo, con cerca de 75.000 miembros en más de 150 países, refleja en su elocuente “el árbol del fraude”, cómo las empresas tienen decenas de lugares vulnerables para que ocurran tres tipos de acciones perversas: la corrupción, la apropiación indebida y las declaraciones fraudulentas. Ingresos ficticios, valoraciones de bienes inapropiadas, “arreglo” de ofertas, ventas no registradas o infladas… la lista de herramientas para el mal es interminable. Contra ellas, recomiendan evaluaciones constantes de riesgos y una verdadera cultura interna que cree espacios de seguridad para los denunciantes.
La supervisión externa también es muy importante. Guillermo Santos Aramburo, socio de la firma de asesoría financiera iCapital, recuerda que el control de CNMV y de otros organismos europeos equivalentes sobre las empresas cotizadas en las Bolsas es riguroso, pero menos estricto que el de su homólogo estadounidense (Security and Exchange Commission, SEC). “Debemos tener siempre presente que una empresa que da el salto a una Bolsa adquiere un compromiso ineludible de transparencia ya que, al tratarse de un mercado público, cualquier inversor puede comprar o vender acciones. Si las decisiones de un inversor se apoyan en la información contable aportada y publicada por una empresa cotizada y esta no es fidedigna, el potencial perjuicio económico ocasionado al inversor es evidente”.
En muchos de los casos descritos, las empresas fueron multadas por los reguladores y su cotización suspendida o excluida del mercado. Los factores que estimulan a los tramposos son complejos y normalmente no hay una sola motivación. A veces comienzan por la ansiedad de tapar un agujero que se va haciendo más y más grande. La antigua Pescanova, por ejemplo, falseaba los estados contables para repagar su deuda porque estaba embarcada en un desmedido plan de inversiones en acuicultura —llegó a ocultar un pasivo de 2.400 millones—. Sus directivos terminaron en la cárcel, pero el auditor fue absuelto.
Ojo con el ebitda
Puede haber otros muchos desastres que se escapen al ojo público, y también hay muchas zonas grises en la difusión de información que se usa para suavizar la realidad sin llegar a un nivel delictivo. Rosa Puigvert, directora del departamento Técnico del Col·legi de Censors Jurats de Comptes de Catalunya, recuerda que “lo que figura en las cuentas anuales responde a un marco normativo, hay poco grado de discrecionalidad. Al mismo tiempo, los auditores tienen que seguir unas normas a la hora de hacer su trabajo, y en su caso expresan las incorrecciones de las cuentas”. Reconoce que, como en cualquier profesión, un auditor “es humano, puede fallar, y se han impuesto sanciones por no observar la debida diligencia”, pero a la vez cree que se han mejorado los controles. Hace unos meses, la CNMV advertía en una circular que las cotizadas utilizan una serie de variables cuando publican información financiera en sus informes, folletos y presentaciones de resultados que no están definidas por la normativa contable, como el famoso ebitda, el resultado de explotación recurrente o el flujo de caja libre. Son las llamadas APM (Alternative Performance Measures). “Es esencial que las entidades aporten información suficiente para que el inversor pueda entender qué representan esas magnitudes financieras y facilitar así su comparabilidad y fiabilidad”, advertía el organismo. Antonio Pedraza, presidente de la comisión financiera del Consejo General de Economistas, también lo advierte: “El ebitda, por ejemplo, deja fuera muchas cosas, como la liquidez de la empresa. Tampoco refleja el endeudamiento. Lo que pretende la CNMV, siguiendo criterios de la Esma, es que las APM sean muy claras”. Su larga experiencia profesional deja una última sentencia: “La empresa, si quiere engañar, normalmente engaña. Después vendrá la auditoría y levantará acta de lo que sea improcedente de acuerdo con las reglas contables”.