(*8*)

Uno de los grandes mitos que rodea a la innovación tecnológica es su promesa sobre la creación de cosas nuevas. De esta forma, pareciese tal y como si ChatGPT fuera la última expresión del desarrollo de la humanidad cara lo más elevado de la historia. Después de que el buscador de Google alterara la forma en que accedemos al conocimiento, creando una especie de biblioteca digital universal, el prototipo de chatbot de Microsoft habría venido a reconfigurar nuestra relación con la educación, el planeta del trabajo y trastocar radicalmente las relaciones humanas.

Al margen de que la lógica de ChatGPT es heredera de los tiempos de la Guerra Fría (la comparación de patrones, desarrollada para pronosticar y reaccionar en los ambientes de guerra), de la misma manera que ocurre con el buscador o el sistema GPS de Google u otras tecnologías como el iPhone, la obsesión por clasificaciones de las ideas supuestamente racionales ilustra un acontencimiento paradójico: la irracionalidad tras la manera en que comprendemos la técnica.

De un lado, por el hecho de que trata de solventar los inconvenientes que el planeta digital “anterior” había creado, lo que acaba creando más inconvenientes. Es lo que Evgeny Morozov ha llamado solucionismo: puesto que esta inteligencia artificial ha sido entrenada con miles y miles de millones de páginas e información proveniente de Internet, lo que hasta hace poco coincidíamos que era un océano de noticias falsas, muchas de las contestaciones que entrega son poco acertadas. Si bien tiene capacidades para producir texto, esta herramienta representa algo como una forma de institucionalizar la desinformación, si bien ahora con plugins y complejos prompts.

¿Pero, alguien piensa que esta va a ser la técnica que los libros de historia recuerden como la biblioteca del siglo veintiuno de igual manera en que lo fueron, por servirnos de un ejemplo, instituciones culturales semejantes creadas en El Escorial por Felipe II? El inconveniente es que ChatGPT trata de solucionar cuestiones sobre nuestra sociedad que deberíamos encarar de otro modo. Por ejemplo, en lo relacionado a la educación, ¿el inconveniente es que una máquina sea capaz de crear disertaciones de forma automática o que los sistemas públicos de educación (que han sufrido los recortes primero, y la googelización después) prosigan siendo inútiles de disfrutar de renovadoras infraestructuras digitales propias?

La problemática no es que los estudiantes tengan más herramientas para copiar, sino la educación no disponga de un modelo de enseñanza y aprendizaje que dé primacía a la adquisición de capacidades analíticas y sintéticas sobre el dominio de la información. Como expresaba el pensador Roberto Mangabeira Unger, el interrogante es de qué forma crear herramientas que asistan a las personas a lograr cierta profundidad selectiva en menoscabo de la superficialidad universal en el tratamiento de los contenidos, o que priorice el trabajo colaborativo (entre pupilos, profesores y centros) en vez del individualismo y el autoritarismo en las salas. Para abordar cada tema desde puntos de vista contrastados, veraces, precisamos inteligencias artificiales muy diferentes a ChatGPT: máquinas entrenadas con otros conjuntos de datos, diseñadas para aprender o descubrir autores y piezas de conocimiento nuevas, no para mecanizar un modelo de enseñanza trasnochado.

Algo afín ocurre con otros campos. En el libro “Trabajos de mierda”, el antropólogo estadounidense David Graber desplegaba una teoría donde asevera que la existencia de trabajos sin propósito alguno tiene efectos cáusticos para la sociedad y se vuelve psicológicamente destructor. Entonces, ¿por qué creamos inteligencias artificiales que tratan de solventar este inconveniente a través de la automatización de tales trabajos, en vez de crear máquinas para reducir la carga laboral, repartir las plusvalías derivadas a través de alguna forma de renta básica universal, como ha propuesto Francesca Bria, y dejar que la inventiva humana se exprese con libertad?

Argumentaba Evgeny Morozov que ChatGPT no es inteligente ni artificial: extrae su fuerza del trabajo de humanos, sean estos artistas, músicos, programadores o escritores de cuya producción creativa y profesional se apropia representando a la salvación de la civilización. Dada esta realidad, de qué forma reprogramamos la inteligencia artificial para visibilizar la inteligencia humana, capaz de crear arte, ficciones culturales o nuevas historias, en vez de gastar enormes cantidades de dinero y recursos energéticos en centros de datos y modelos de aprendizaje automático. ¿No sería más inteligente repensar la biblioteca digital del siglo veintiuno siguiendo criterios de sostenibilidad, crear herramientas para modelar futuros que nos agradaría vivir, con conocimiento sobre experiencias que han tenido éxito anteriormente, en vez de algo como mecanizar el calentamiento global mientras que elevamos dudas a un bot?

Ekaitz Cancela es autor de ‘Utopías digitales: imaginar el fin del capitalismo’ (Verso Libros, dos mil veintitres).

Puedes proseguir a EL PAÍS Tecnología en Facebook y Twitter o apuntarte acá para percibir nuestra newsletter semanal.

Juan Pablo Cortez

Bogotá (Colombia), 1989. Apasionado por la investigación y el análisis de temas de interés público. Estudió comunicación social en la Universidad de Bogotá y posteriormente obtuvo una maestría en periodismo investigativo en la Universidad de Medellín. Durante su carrera, ha trabajado en diversos medios de comunicación, tanto impresos como digitales, cubriendo temas de política, economía y sociedad en general. Su gran pasión es el periodismo de investigación, en el cual ha destacado por su habilidad para descubrir información relevante y sacar a la luz temas que a menudo se mantienen ocultos.