Hace un año la mayor parte de nosotros no había oído charlar de ChatGPT. Y con razón: el «chatbox» de inteligencia artificial no fue presentado por OpenAI, su desarrollador, hasta el treinta de noviembre de dos mil veintidos. Ahora, menos de 6 meses después, una busca de ChatGPT en Google genera cientos y cientos de millones de resultados, lo que la transforma en la nueva tecnología de la que más se ha hablado desde la precedente.

La gran pregunta es: ¿De qué manera cambiará nuestras vidas y nuestra forma de trabajar? Y la contestación es sencilla: absolutamente nadie lo sabe.

Quizá ChatGPT y sus contendientes revolucionen nuestra forma de vivir y trabajar tanto o más que Alphabet Inc. (Google), Amazon, Apple o Microsoft. O tal vez se vea alejada por algo más nuevo (y presumiblemente mejor), que es lo que le ocurrió a Kaypro, uno de los ordenadores personales más vendidos en la década de mil novecientos ochenta, y a CompuServe, el distribuidor de servicios on line dominante en esa temporada.

Pregúnteme en veinte años y le voy a dar mi contestación terminante. Mientras tanto, baste decir que ChatGPT, el Metaverso y otras muchas tecnologías que alterarán el trabajo y la vida que vamos a ver en el futuro próximo nos van a llevar en volandas. No luche contra ello; sujétese el sombrero.

Hace múltiples años asistí a una charla en la que el comunicante charlaba de la incapacidad de pronosticar el futuro. Su explicación fue algo como que «el cerebro humano piensa linealmente y el planeta cambia exponencialmente». Si tiene más de treinta años, seguramente comprenda su razonamiento.

Estoy entre aquellos que la columnista Kimberly Ross describió últimamente como entre dos generaciones, con «una ‘infancia analógica’ y una ‘edad adulta digital’». Los Baby Boomers tardíos, casi toda la Generación X –los prácticamente sesenta y seis millones de estadounidenses nacidos entre mil novecientos sesenta y cinco y 1980– y parte de la Generación Millennial, comparten esta característica.

Empecé a trabajar a fines de los ochenta, cuando la era informática, tal como la conocemos hoy, era aún una obra en curso. Cuando comenzamos a emplear ordenadores personales, llamados procesadores de texto en su primera iteración, la información se guardaba en disquetes, que se guardaban externamente –normalmente en una caja, no en la nube, ignota en aquella época–. La información de contacto se catalogaba en pequeñas tarjetas del archivo, que se archivaban alfabéticamente en un archivo de sobremesa llamado Rolodex. Las agendas de citas se escribían a lapicero en cuadernos con calendario conocidos como Day Planners. [Todavía se venden en Office Depot y Staples, por si quiere echarles un vistazo]. La comunicación asíncrona se efectuaba a través del buzón de voz: «337-ing» un buzón de voz largo significaba introducir el número treinta y tres para avanzar velozmente hasta el final y pulsar el número siete para borrar. Solo se podía borrar al final del buzón de voz.

Conseguir una Blackberry a inicios de la década de dos mil supuso un cambio radical, ya que dejaba preguntar el e-mail sobre la marcha (aun en las asambleas). Por desgracia, asimismo entró en escena el lado negativo: la multitarea.

Los viajes en aeroplano ofrecían entonces un santuario libre de comunicaciones, hasta el momento en que los nuevos teléfonos aéreos dejaron a los usuarios revisar los mensajes de voz en pleno vuelo. (Hacer una llamada costaba un pastizal, me enteré tarde y solo lo hice un par de veces).

En resumen, en una carrera que ahora engloba unos treinta y cinco años, he experimentado la transformación completa de de qué manera se hace el trabajo.

Asimismo, a lo largo de este tiempo, hemos sido testigos del descalabro de empresas que no pudieron o no desearon innovar; hemos visto la aparición de nuevos gigantes digitales; y hemos asistido a la desaparición de gigantes digitales que no pudieron sostener el ritmo del cambio. Nuestros cerebros lineales jamás habrían podido pronosticar la magnitud de esos cambios, ni tan siquiera mientras que éramos testigos de de qué manera se generaban. No hay más que ver los estropicios en los medios impresos heredados y entre los minoristas otrora sobresalientes.

La cuestión es que, al procurar hacerme a la idea de lo que el ChatGPT va a hacer al planeta laboral, podría proyectar que muchos, si no la mayor parte, de los trabajos que implican mucha escritura o codificación van a desaparecer. También podría imaginar los nuevos trabajos precisos para sostener y hacer evolucionar la tecnología de IA generativa y para revisar la precisión del producto generado. Pero debo respetar las lecciones aprendidas del pasado y percatarme de que cualquier predicción que haga seguramente va a estar muy equivocada.

¿Significa eso que no debemos intentar descubrir de qué manera va a ser el futuro e procurar influir en él?

En absoluto. De hecho, deberíamos hacer lo opuesto.

Debemos:

1) calibrar de forma continua el mercado,

2) modelar las posibles opciones e impactos,

3) hacer predicciones; y

4) reiterar, entonces reiterar y regresar a reiterar, prestando singular atención, quizás, a las nuevas empresas emergentes y a las que fracasan.

¿Por qué? Porque, como afirmó una vez el finado David Pecaut (un viejo asociado primordial de BCG nacido y criado en Sioux City, Iowa, que consiguió su mayor reconocimiento como futurólogo urbano en Toronto), las start-ups «generalmente aciertan y particularmente se equivocan». Pero se puede aprender mucho sobre el futuro si se prosiguen las ideas y la financiación.

Preste atención al ChatGPT, al Metaverso y a todas las otras tecnologías que alteran el trabajo y la vida. Haga predicciones; mas sepa que son desgraciadamente lineales. Entonces, quizás, complemente su pensamiento lineal con ficción y fantasía exponenciales.

¿Cuánto de Star Trek, los Jetsons e inclusive Harry Potter es ahora la vida tal como la conocemos? Quizá los departamentos de planificación estratégica deberían dedicar tiempo a ver The Expanse y programas afines para ampliar su término de lo que es posible. También son un buen entretenimiento.